Medio millón de gitanos fueron asesinados en los campos de exterminio de Polonia por el Tercer Reich. Es un dato sobradamente conocido, igual que los otros doce millones de europeos que fueron asesinados por el Imperio de Hitler. Sin embargo, hay que reconocer que la Shoá, símbolo que encarna a los seis millones de judíos asesinados, ha capitalizado la memoria de tamaña tragedia universal. La dignidad de las víctimas está por encima de su condición, de su religión, de sus creencias y, más aún en este sentido, de su raza. También en ellos ha habido discriminación. El problema de la Historia para los historiadores no es que no seamos capaces de alumbrar sus zonas oscuras sino de que su peso es enorme, al igual que la memoria. Es la sociedad y luego los políticos quienes seleccionan los capítulos que cree o le resultan más relevantes y les otorgan un significado concreto y especial como espejo en el que mirarnos; a otros, en cambio, los relega sin piedad, como si jamás hubiesen existido. Ese significado cobra mayor fuerza y entidad, su simbolismo, según el valor que le otorguemos. No hay duda de que la Shoá se erige en un lugar privilegiado sobre Europa, una historia sobre la que no faltan estudios, filmes, libros, monumentos y conmemoraciones. En suma, una reflexión más o menos inconclusa sobre uno de los periodos más sombríos de nuestro devenir.

Ahora bien, entre todos los elementos de este drama unos sobresalen más que otros, no tanto por lo que son y representan, sino por el hecho de que haya organizaciones o loobings, como se denominan en Estados Unidos, que se han convertido en los guardianes de una parte de la memoria, innegable, sin duda, y relevante pero que ha comportado arrinconar a quienes se estima fuera de ella (de hecho, aunque el Holocausto es un fenómeno europeo se ha incorporado como parte de la historia americana). Así cuando se habla de que el exterminio judío es una tragedia que está por encima del común de los mortales, nos referimos a que, en la sociedad actual, siendo conscientes de lo que eso supuso, nos parece casi imposible de creer, y sin embargo fue un acto humano y, por lo tanto, sensible a repetirse (otros exterminios han marcado la historia del mundo). ¿Cómo la sociedad europea pudo alcanzar tal grado de barbarie? El nazismo fue el artífice de que esto fuera posible pero, sin duda, contó con cientos de colaboradores que justificaron y dieron lugar a construir la más endiablada y eficaz maquinaria de exterminio estatal jamás concebida. Y entre los pueblos que pretendieron ser eliminados los gitanos, forman una parte de este grupo de víctimas, tanto como los judíos, aunque en proporción fueran asesinados menos numéricamente que estos.

Los judíos, qué duda cabe, son un pueblo superviviente y orgulloso. Pero no podemos particularizar el Holocausto solo en ello, y negar su carácter de lección universal con sus rasgos de humanidad e inhumanidad, porque este hecho también afectó a otros grupos, los gitanos, entre ellos. La memoria no es que sea frágil, es muy selectiva. Y apropiarse de la memoria es, también, otro elemento que caracteriza a las sociedades, cuando esta debería ser global, no exclusiva ni excluyente. Además, los judíos exterminados fueron los judíos de Europa, polacos, alemanes, húngaros, griegos, rusos, franceses, daneses, etc., no encarnan al Estado de Israel que es otra historia diferente. De igual modo los gitanos, como raza distinta según el nazismo, se convirtieron en otro grupo a eliminar, sin embargo, su status de víctima colectiva no se llegó a reconocer hasta la tardía fecha de 1982. Aunque fueron con las primeras comunidades con las que se ensayó trasladar en trenes de carga como ganado hacia los campos de la muerte de Polonia, y vivieron las mismas vejaciones, experimentos y brutalidad que los judíos.

Todos buscamos nuestra propia singularidad y particularismo, eso es lo que determinó la política nazi, que en vez de igualar a las personas, las discriminó por cuestiones de sexo o raza, en este particular, nosotros hemos hecho lo mismo y, por desgracia, no es la manera más eficiente de superarla y aprender de ella. No debería tener lugar, como no lo tiene el que sean los judíos los únicos que polaricen únicamente el crédito político y simbólico del Holocausto, este ha de ser un lugar de encuentro y reunión de todas las víctimas tanto como de las sociedades porque aún nos queda mucho camino por recorrer hasta igualar a todas las personas.

Así, la reciente inauguración en Alemania, de una manera tardía, de un monumento en el parque Tiergarten dedicado a los gitanos asesinados en este periodo (no lejos de los monumentos dedicados a las víctimas homosexuales y al cementerio judío que conmemora la Shoá) nos sirve de advertencia a la hora de no descuidar esos elementos y valores que han de servirnos como guía espiritual de esta nueva Europa. El racismo, que aún sigue impregnando amplias capas de la sociedad, no se ha extinguido por completo. La llama de tal injusticia arde permanentemente con pareja intensidad y, por eso, ante lo que sucedió, no podemos descuidar lo que ello debe comportar para alemanes y europeos. Un superviviente holandés, Zoni Weisz expresó lo que debería ser una mirada crítica hacia nosotros mismos. “No puede ser que nuestros seres queridos murieran para nada”. No le faltaba razón. Por eso mismo, el presidente del Consejo Central de los Romaníes y Sintos en Alemania, Romaní Rose, alertó, en este acto, de que la discriminación no ha acabado. En estos tiempos de crisis, la advertencia no debería caer en saco roto. Los monumentos son guardianes del pasado, una manera de prevenirnos sobre lo que ocurrió y de conservar la dignidad, el recuerdo vivo de todos los que padecieron una injusta persecución o fueron vilmente asesinados. Pero esto de nada nos sirve si no somos capaces de confrontarnos con él abiertamente, si estos lugares de memoria se llenan de polvo y barro, sin asumir nuestra propia responsabilidad de cara a ese devenir y adoptar, en consecuencia, las consabidas medidas en el inmediato presente para exorcizar sus peligros.