Tras innumerables estudios sobre la naturaleza del Holocausto, el modo en el que se articuló y gestó el exterminio de millones de seres humanos, de recopilar sus crueldades y brutalidades, incluso, conocer la historia de muchos de sus autores y precursores, el historiador francés Frabrice D´Almeida se acerca al universo de aquellos guardianes que hicieron posible con la obra Recursos (in)humanos. Del mismo modo que desveló Christopher R. Browning en Aquellos hombres grises, que una parte de los que cometieron tales atrocidades no fueron unidades especiales de las SS, sino policías corrientes, D´Almeida refleja cómo era el mundo corriente de aquellos hombres y mujeres que fueron, en esencia, los pilares que hicieron posible que esta maquinaria de terror estuviese tan engrasada y fuera, lamentablemente, en cierta manera, tan eficaz. ¿Cuántos mitos perduran sobre estos sádicos personajes? ¿Eran todos voraces asesinos sin escrúpulos con sed de sangre, ávidos de orgías alcohólicas y sexuales, tal y como se les ha encarnado en la literatura o en el cine, o una élite encumbrada para un cometido atroz, sin considerar que lo era?

El estilo sencillo y claro de D´Almeida se acomoda a lo que intenta trasmitirnos, la normalidad con la que, de algún modo, entendieron lo singular de su tarea. El todopoderoso jefe de las SS, Heinrich Himmler, no solo constituyó una gran estructura policial y carcelaria de control social sino que hizo creer a sus integrantes que ellos combatían, de otro modo, por el Tercer Reich. La temible Orden Negra se erigió como una compleja y tupida red político-económico-militar, pero el autor se centra en la sección dedicada a la gestión de los recursos humanos. Esto es, el modo en el que las SS se preocuparon de que los guardianes de los campos pudieran acometer su labor como si fuese un trabajo, con sus prebendas y horarios y unas premisas ideológicas que les hacía ver que eran una élite, y que les ofrecían privilegios para acometer su “especial” tarea.

Para los SS matar era un oficio, una labor que desempeñaban como un trabajo (como para otros la labor administrativa), creando sus rituales, para crear una hermandad, favoreciendo sus horas de ocio con sesiones de cine, asistencia a conciertos o burdeles (arios, por supuesto), de tal manera que les fuera más llevaderos sus quehaceres como leales funcionarios. Aunque, cierto es que los casos más notorios de aquellos guardianes sádicos han sido los que han pasado con mayor atención al imaginario, D´Almeida se detiene en esa faceta sobre la que Himmler prestó suma atención, sin escatimar recursos. Las famosas fábricas de la muerte contenían áreas reservadas para los guardianes, casas para los oficiales, donde solían residir con sus familias, o, vivían en barracones comunes, con surtidas bibliotecas y muchos otros entretenimientos (radio o tocadiscos) que les permitían hacer llevadera la naturaleza de su terrible trabajo.

Obviamente, lo que hace D´Almeida es confirmar la vieja tesis de Hannah Arendt sobre Eichmann, aunque con sutiles matices, acerca de todos aquellos hombres y mujeres, que integraron un sistema de aniquilación sin ser conscientes de todo el horror que ello estaba significando para millones de seres humanos. D´Almeida los presenta, en su mayoría, como funcionarios que convenientemente ideologizados (en este nuevo orden donde ellos eran los amos) se consideraban como los defensores del Imperio alemán en la retaguardia. Reían, soñaban, amaban y, por supuesto, se aburrían y buscaban distracciones del servicio ordinario. Eran personas que pasaban muchas horas encerradas en esos campos, tenían sus necesidades humanas y vitales (aunque eso no significa que no acabaran padeciendo ese pavoroso estrago psicológico por la labor brutal que estaban desarrollando).

La evolución de la historia de los campos de concentración primero, como medio de control y reeducación social  y, luego, los de exterminio, en su espiral de violencia, no es únicamente la de los millones de asesinados sino la de unos mecanismos y agentes activos que hicieron posible que fuese tan letal: guardias, kapos, colaboradores, etc… Los guardianes eran crueles, por supuesto, con los reos sobre los que no se tenía ninguna consideración, ellos disponían sobre su vida y su muerte de forma abusiva y arbitraria. Pero los guardianes, a la vez, eran formados e integrados en unas estructuras como parte de un engranaje asesino que les premiaba por ello. Acataban las leyes de un Estado constituido bajo una normativa racial (Nuremberg) que categorizaba a los individuos.

El tratamiento con el que D´Almeida analiza, así, la figura general de estos hombres de negro, y muchas mujeres, que en su mayor parte no eran nazis, que hicieron también posible tal horror, (se incorporaban a este cometido por disponer de mejores sueldos y, luego, se dejaron guiar por el sistema), configura la mentalidad de unos verdugos que compilaban álbumes de fotos con sus rostros simpáticos y sonrientes, brindando y celebrando en grupo con sus compañeros fechas señaladas o momentos especiales como lo haría, aparentemente, cualquier grupo de funcionarios penitenciarios.

Ahora bien, con ello D´Almeida no pretende exculparles sino hacernos entender el modo con el que Himmler y el aparato hitleriano logró vaciar la conciencia de aquellos para acometer el mayor exterminio conocido por la Humanidad de una manera ordenada y efectiva (a diferencia de los Gulag). Ellos no se consideraron excepcionalmente crueles, ni excepcionalmente despiadados, al contrario, esa creencia y valor en la labor que hacían, de la función de la que participaban, les permitía burocratizar la muerte y proceder al asesinato de miles de personas sin cargo de conciencia alguno. D´Almeida descubre a unos guardianes nazi que no eran muy diferentes a cualquiera de nosotros sino personas de carne y hueso, salvo porque habían suspendido por completo su conciencia.