El 14 de octubre de este año se ha conmemorado el 70 º aniversario del fallecimiento de uno de los oficiales alemanes más conocidos, reputados y carismáticos de la Segunda Guerra Mundial. Su sobrenombre, “el zorro del desierto”, como sería conocido, lo convirtió en una auténtica leyenda. Rommel no solo conservó el cariño de sus hombres, de miles de alemanes sino como comandante del África Korps causó admiración entre sus enemigos. Las palabras laudatorias de Winston Churchill, en el parlamento inglés, sirvieron para convertirle en un héroe de una guerra antirromántica. No hay duda de que Rommel nació con una buena estrella. Hábil táctico, mostró su iniciativa particular y su ágil mentalidad durante la Primera Guerra Mundial, capturando a varios miles de italianos (batalla de Caporetto). Sin embargo, llegó la paz y, más tarde, el nazismo, y el Ejército volvió a cobrar un papel crucial en los planes de Hitler en la guerra que iba a emprender para instaurar un imperio germánico.
Rommel era un militar de los pies a la cabeza, serio, riguroso y apolítico, como muchos oficiales pero, al igual que ellos, acabó atrapado por la maledicencia del nazismo. Su figura mítica no se puede entender sin la guerra, y esta fue inducida por una ideología y un régimen que acabó por pervertir los valores alemanes al identificar la cruel lucha emprendida con la voluntad de su Führer, el jefe del Estado. Muy pronto, las conexiones entre el ejército y el nazismo fueron evidentes. En 1934, se incorporó a los uniformes el águila nazi y muchos de los altos mandos se sintieron muy cómodos ante un régimen que rompía con el Tratado de Versalles y lo volvía a convertir en el pilar de Alemania, así nacía la Wehrmacht. Rommel vivió, con el mismo orgullo, ese proceso que volvía a situar a Alemania de nuevo como una potencia europea de primer orden. El 1 de septiembre de 1939 se inició la contienda. Los espectaculares éxitos en Polonia, sin duda, fortalecieron la autoestima de unos militares que vieron como la combinación de nuevas armas y tácticas en el campo de batalla les devolvían los laureles del pasado. A cambio, el nazismo prosiguió con su política antisemita y su terror en la Europa ocupada.
Todavía el exterminio no había comenzado pero todo se andaría.
Así, en mayo de 1940, se inició la irrupción por Sedán. El ejército francés y británico eran derrotados de forma espectacular. En junio parecía que la guerra estaba ganada. Por eso, la Italia fascista de Mussolini, aguardando acontecimientos, se unió a Alemania, para recoger las mieles del triunfo con unos pocos miles de muertos. Entre tanto, la propaganda de Goebbels había encontrado en un joven y prometedor oficial, Rommel, al frente de la 7º división acorazada (la división fantasma) un referente para constituir la imagen del oficial aguerrido y victorioso, un hombre de acción, que lideraba a sus hombres desde el frente y no desde la retaguardia. Rommel se dejó seducir por el bien de Alemania. Pero, también, porque al igual que otros muchos oficiales creía en que era la hora de su país, minusvalorando el desprecio que Hitler sentía por los judíos y la humanidad. Pero Mussolini se encontró, pronto, en apuros. En Libia, el vetusto ejército italiano había sufrido un fuerte varapalo, un pequeño ejército británico había destruido a la flor y nata del cuerpo colonial. Cirenaica había caído y en breve podía hacerlo Trípoli. Así que, sin dilación, el dictador italiano pidió ayuda a su homólogo alemán y, ahí, es cuando nació el mito del zorro. Hitler pensó en Rommel, ese joven oficial que le había servido bien en su cuerpo de seguridad en Polonia y en Francia. Se trataba de un escenario secundario, o eso se creía, así que se envió a un cuerpo blindado reducido (21º y 15º división panzer sin un regimiento) adaptándolo a los rigores de la guerra en el desierto.
Allí, Rommel mostró su hábil capacidad, destruyendo y enfrentándose a una maquinaria británica, mayor en recursos, material y hombres, pero menos capaz a nivel táctico. Rommel erigió ahí su vitola de genio y caballero. Pero, claro, el escenario era especial, Libia no era Rusia, el enfrentamiento sucedía entre dos potencias occidentales y el racismo no era tan recurrente. Tras la derrota en el Alamein, contra Montgomery, la estrella de Rommel se fue apagando, aunque a nivel público, el nazismo seguía utilizando su figura a favor de la moral de un país que estaba padeciendo los bombardeos aliados y percibiendo como se perdía la guerra. Primero destinado a Italia, luego a Francia, al mando del ejército B, que tenía como misión evitar el desembarco en las playas de la costa francesa, Rommel sabía que era imposible detener la maquinaria aliada. En África había vivido la enorme potencia de fuego de sus unidades que los alemanes no podían igualar. La superioridad aérea aliada era tal que solo cabía encajar a las divisiones blindadas en las playas para tener éxito. Rommel se empleó a fondo en guarnecer la costa normanda y el paso de Calais, pero era insuficiente.
Aún no había perdido la confianza de Hitler pero sí se le veía un hombre marcado, había sufrido los estragos físicos de la vida en el desierto libio. Conocía de la conspiración que pretendía derrocar a Hitler. El no se implicó directamente, no aceptó el asesinato del dictador aunque no rechazaba la idea de acortar la guerra. El 20 de julio de 1944 se produjo el fallido atentado contra Hitler y, meses más tarde, la Gestapo descubrió que Rommel estaba al tanto de los hechos. Fue, entonces, obligado a suicidarse para preservar su honor (se comunicó a la opinión pública que había muerto a causa de las heridas de un ataque aéreo padecido semanas atrás) y solo después de la guerra se supo la verdad. ¿Héroe, nazi o traidor?
Ante el mito su figura es inmune. Como hombre cabe señalar que fue un soberbio oficial, viviendo en un escenario de la guerra perfecto para sus habilidades pero, también, se convirtió en un activo colaborador de los sueños imperiales del nazismo.