En los tiempos que vivimos hay capítulos de nuestro pasado que no van a ser borrados jamás de la memoria y, sin embargo, hay ciertos registros que nos permiten recordarlos mejor, como sucede con el Holocausto. Pero sostener esta memoria arqueológica significa, a todas luces, un coste económico. Por desgracia, para mantener los archivos, para impulsar investigaciones y conservar los restos materiales de ese pasado, se requiere de fuentes de financiación estables y permanentes. Y eso no es siempre fácil de conseguir, aún dependiendo del favor de las instituciones públicas. Así, aunque parezca mentira, el tristemente conocido campo de exterminio Auschwitz-Birkenau ha padecido este mal.

Las instalaciones de Auschwitz son un museo al aire libre, con las ventajas e inconvenientes que eso trae consigo. La visita es gratuita, salvo las guiadas, por lo que es un lugar de peregrinaje de miles de europeos que buscan allí, tal vez, no una respuesta imposible a un hecho impensable sino la convicción de que eso no volverá, al menos, a suceder jamás. Contribuye, de manera clara y rotunda, a sensibilizarnos sobre una suerte de acontecimientos sombríos en los que se vio envuelta Europa. Sin embargo, esa misma virtud, la posibilidad de ver buena parte de los edificios originales, tiene un alto precio y costo. Hay que mantenerlos a las inclemencias del tiempo y a los rigores de la intemperie y el campo es una estructura frágil, muy endeble, diseñado no para perdurar sino para acometer una misión tan letal como inhumana. Actualmente, cuenta con 155 edificios y 300 ruinas, en las que se incluyen los hornos y las cámaras de gas destruidos por los nazis en su precipitada huida para borrar las huellas de tal espeluznante lugar. Hoy por hoy, nada de lo que fue la Shoah y la eliminación física de miles de seres humanos puede entenderse sin nombrar este campo.

El complejo de Auschwitz, aunque hubo muchos más campos de diversa entidad e índole, encarna al horror nazi en su máxima expresión. Ahora bien, el Gobierno polaco, desde 1947, prácticamente en solitario, se ha hecho cargo de mantener y sufragar su funcionamiento, con algunas ayudas mínimas de otros países. Y, poco a poco, las partidas presupuestarias se han ido reduciendo, así, el director del museo, Piotr M. A. Cywinski, advirtió de la grave situación que corría al no poder hacer frente a los gastos de mantenimiento. Por eso mismo, en 2009, Wladyslaw Bartoszewski, prisionero 4427 del campo, y responsable del Consejo Internacional de Auschwitz, ideó la creación de una fundación que gestionase lo que se ha denominado Fondo Perpetuo. Se ha tratado de recaudar 120 millones de euros cuyos intereses servirán para sostener la viabilidad del proyecto. Desde que se puso en marcha la idea, se han sumado a la iniciativa 31 países (102 millones recaudados). Alemania, con 60 millones de euros, ha sido el país más generoso, a tenor de su relación con los hechos. No obstante, estamos obligados a pensar seriamente en esta cuestión porque aunque haya una mayor responsabilidad alemana con este capítulo de la Historia, nos corresponde a los europeos asumir su legado.

Auschwitz, además, es un paraje que debería no estar constreñido a los límites de las fronteras nacionales del país que lo guarda (Polonia) y el país responsable (Alemania), sino de la misma Europa. Pues todo esfuerzo es más llevadero y sencillo si se comparte debidamente. Así mismo, la memoria no solo es un foco de debate para intelectuales o políticos o escenario propicio para la demagogia en las conmemoraciones señaladas, sino el compromiso permanente de garantizar los valores y dignidades humanas que arrastra consigo. Considero que solo seremos capaces de comprender Europa desde su Historia y Memoria, ya que ambas juegan en un mismo terreno que nos ha de acompañar allá donde vayamos, aunque sean, todo hay que decirlo, por sus profundos significados, dos cargas sumamente pesadas.

Por un lado, para constituir una conciencia que garantice la Humanidad y, por el otro, por el modo en el que ello confluye para encarar nuestro presente (contra el racismo, la xenofobia, el antisemitismo o los nuevos fascismos).

De hecho, la historia de Auschwitz no acabó el 27 de enero de 1945, cuando los soviéticos liberaron el campo, sino que empezó ahí, cuando se convirtió en memoria de la pesadilla totalitaria. Pero su conservación no es un valor estático ni estético sino activo, un servicio a la reflexión que nos ha de inducir a pensar no solo en el nazismo como perversión sino en nosotros como individuos, en su central advertencia para que nunca más suspendamos la conciencia. Auschwitz no solo es un capítulo más, un recordatorio que encierra los padecimientos de cientos de miles de personas que no sobrevivieron a este afán destructivo, sino un punto de inflexión sobre la mezquindad humana. Y aunque el Auschwitz real no será nunca tan importante como el constituir una conciencia completa de tales horrores, es un símbolo que nos ayuda a imaginarlo. Por lo tanto, no solo Polonia o Alemania son los principales responsables de su conservación (tanto material como moral) sino también el conjunto de la sociedad europea que ayudó a implementar o, incluso, colaboró con los funestos ingredientes que dieron lugar al exterminio. Nos toca, por tanto, llevar a nuestras espaldas esta carga.

Todavía hay mucho que hacer por ella.

De hecho, llama la atención que ni España ni Italia hayan aportado nada a este proyecto. España, en concreto, aunque no participó directamente en la guerra, sí fue adalid del régimen hitleriano y pesa el oprobio de los campos de concentración franquistas y la brutal represión. Italia, por su parte, aunque sin llegar a los crímenes del nazismo, también lleva consigo el gravamen del fascismo y su colaboración con los planes de Hitler de imponer el totalitarismo en Europa. Ello nos desvela que ninguno de los dos países ha hecho frente a su pasado.