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Según el diccionario refugiado es aquel que busca acogida en un país extranjero a causa de una guerra, raza, religión, opinión política, nacionalidad o pertenencia a un grupo social determinado. Mientras que el desplazado es aquel que huye pero no sale de las fronteras internas de su país en conflicto. Pero estas definiciones solo son la superficie de una realidad más abrupta y áspera, ya que los términos, en sí, no desvelan el grado de sufrimiento ni desesperación que esos status traen consigo para aquellos que lo padecen.

Cada 20 de junio se celebra el día del refugiado. Sin embargo, es curioso valorar como este recordatorio, lugar de memoria simbólica (como el de la Shoah), es tramposo, porque en vez de sacar a relucir una efeméride que nos ayude a no olvidar y acelerar nuestro compromiso contra tales injusticias, nos desvela la cruda visión de unos acontecimientos que se han acrecentado de una forma increíblemente amarga en los últimos años. La Historia Universal no es producto del azar sino de las decisiones humanas y, por tanto, una responsabilidad compartida. Se estima que cada día 42.500 personas se ven forzadas a abandonar sus hogares por temor a morir en el altar de la violencia bélica.

En 2014 se ha contabilizado, vergonzosamente, el número más alto de desplazados desde la Segunda Guerra Mundial: 60 millones de seres humanos, de los cuales 20 millones, aproximadamente, son refugiados, según el informe anual del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la mitad niños, familias obligadas a cobijarse en campos de refugiados. Los puntos más calientes del planeta, con el mayor número de refugiados, son: Siria (3.900.000), Afganistán (2.600.000), Somalia (1.100.000), Sudán (666.666), Sudán del Sur (616.000), República Democrática del Congo (516.800), Birmania (479.000), República centroafricana (412.000), Irak (369.900) y Eritrea (363.100).

Las cifras hablan por sí solas. Las dimensiones de la tragedia inmensas. Además esta avalancha humana llega a diversos países de acogida (Turquía, Pakistán, Líbano, Irán, Irak, Etiopia, Jordania, Kenia, Chad, Uganda y China) que, mayormente, no cuentan con los medios ni los recursos necesarios para enfrentarse al problema humanitario que les ha caído encima, agravando su propia estabilidad. La ONU se está viendo desbordada y las campañas para recaudar fondos se han acrecentado en todas partes para atender a estos millones de seres humanos indefensos. Pero la solidaridad no es suficiente porque es como querer tapar la vía de agua de un barco que se hunde. De momento, el propósito es no ahogarse pero puede que llegue el día en que fallen los medios y, entonces, no se pueda frenar una hecatombe mayor. Se está procediendo a realizar una alerta internacional para que nos comprometamos pero, también, para que se actúe en consecuencia y se produzca una movilización que garantice no solo la ayuda sino una solución. La situación en Siria es la más grave, sin visos de que pueda encontrarse un plan de paz a corto ni medio plazo. Afecta a terceros países que han acogido a los desplazados sirios y que trae consigo tensiones entre la población autóctona y los refugiados. Europa ha optado por acoger a miles de ellos en número insuficiente como si no tuviésemos responsabilidad con lo que está allí ocurriendo. La maldición de la geografía. Pero es hora de legislar y tomar conciencia de una manera global, que no solo sirva para atender a las cuestiones económicas sino aquellas que nos atañen como Humanidad. Oriente Medio, África y Asia quedan lejos. Pero el hecho de que, por ejemplo, el avance yihadista esté destruyendo los vestigios de las primeras civilizaciones es un símbolo manifiesto del fanatismo y crueldad a la que nos enfrentamos, algo que puede alcanzarnos el día menos pensado.

Borrar el pasado es como querer aniquilar las huellas del proceso que nos ha traído hasta aquí, la Historia, ignorar no solo su significado material sino, lo más peligroso de todo, humano. En otras palabras, el fanatismo del Estado Islámico está trayendo consigo una pérdida de valores. La perceptiva legislación universal, la declaración de los derechos humanos, las claves de la lucha por la libertad, la justicia, el civismo o el compromiso con el respecto no han servido como contrafuertes para frenar en los distintos escenarios del mundo el avance de esta ola destructiva y virulenta. Pero insistamos, algún día lo harán. Y lo tenemos que hacer juntos. No obstante, no podemos permitirnos el lujo de pensar que esto es ajeno a nosotros. Lo es en la medida en la que debemos pensar que no podemos huir a otros mundos. Este es el que habitamos. El devenir de los acontecimientos no es fruto de un destino aciago sino de la voluntad. Es por eso que hay que considerar que solo el compromiso internacional puede ayudar a revertir cada angustiosa situación. Pero para eso no solo hemos de adoptar una postura o tomar una conciencia de solidaridad sino actuar.

En la actualidad, se plantea una reforma de la ONU para dar cabida a los nuevos desafíos existentes. Es un debate importante y necesario. Hoy por hoy se muestra una organización poco operativa. Los diferentes intereses de las grandes potencias determinan, en buena medida, las políticas y las actuaciones en los diferentes puntos del planeta. Aunque sus esfuerzos por ayudar y asistir han sido, y siguen siendo, loables hemos podido comprobar que le fallan las intenciones a la hora de adoptar una política coherente que fuerce a los países a afrontar los nuevos conflictos del siglo XXI, dejando a un lado sus recelos, y haciendo concesiones o llevando a cabo sacrificios en nombre de un bien mayor, la garantía de la paz universal. La suerte de los refugiados y desplazados se ha convertido en un grave problema. Ningún país está preparado para encarar la integración o la aceptación de población foránea con una cultura o identidad distinta. Es verdad. Pero no podemos dejar de asumir nuestro deber humanitario.