La celebración del 70º de la Declaración de los Derechos Humanos nos deja, sin duda, con un cierto sabor agridulce. La realidad nunca es sencilla de explicar. Ha transcurrido mucho tiempo desde su aprobación y hemos conseguido avanzar en una misma dirección, aunque no de forma suficiente porque, en algunos lugares, esa Declaración es como un gran misterio engullido por las aguas profundas de la Historia de las que no han oído ni tan siquiera hablar ni saben, por lo tanto, lo que implica. Sus valores, en principio, deberían ser universales, compartidos, defendidos y garantizados por todos (independientemente de las nacionalidades) y en cualquier momento, porque son la base para que los habitantes de la Tierra podamos ostentar una vida digna y plena.

Sobre el papel es así, se perfilan en ellos un mundo en paz y seguridad, donde prevalece la justicia y la dignidad, pero cuando nos fijamos con detenimiento lo que sucede, entonces, nos damos cuenta de lo lejos que estamos de ellos. En 1948, todavía se sentían las secuelas de la SGM. Europa, la más afectada, junto a Japón y China, se recuperaba lentamente de aquella hecatombe bélica. Aun así, muchos eran países y territorios que no existían como entidades independientes, sometidos al imperialismo europeo todavía. A partir de ahí, y junto a los procesos de descolonización, la ONU (creada en 1945) se fue convirtiendo en un organismo con la suficiente capacidad de influencia para garantizar las relaciones internacionales, para ayudar y facilitar las transiciones y el desarrollo de estos nuevos estados, e impedir que nada parecido a lo ocurrido en Europa se repitiera. Pero sobrevino la Guerra Fría y otros intereses sustituyeron a los anteriores. Las dos ideologías triunfantes frente al fascismo, capitalismo y comunismo, se encararon en un duelo mundial, en el que se ignoraron los derechos humanos y las libertades para lograr el fin propuesto: impedir el triunfo del otro.

Aquellas décadas que abarcaron desde 1946 hasta 1991, merecerían una revisión para dejar en evidencia tanto a los EEUU, paladín del mundo libre, como a la URSS, defensor de la revolución proletaria, en sus muchos desatinos y obsesiones. Sin embargo, los tiempos de la Historia no se detienen por nadie ni por nada, y en ese devenir, tras esa lamentable carrera armamentística, sobrevino el agotamiento de uno de los modelos antagonistas y, en diciembre de 1991, la muerte anunciada de la URSS y un cambio de rumbo. Pero la victoria moral de EEUU no se tradujo, ni mucho menos, en una realidad sin conflictos. Emergieron otros que habían permanecido ocultos. Y aunque muchos países se han ido democratizando desde entonces, buena parte de América Latina, la Europa del Este e, incluso, algunos países africanos y asiáticos, que antaño eran regidos por sangrientas dictaduras, todavía queda mucho por hacer.

La guerra civil siria es un ejemplo a tener en cuenta, como lo es el sempiterno conflicto palestino-israelí, un conflicto que arrancaba en 1948, con la creación de Israel y el olvido de los palestinos hasta hoy. Cierto es que, en lo positivo, a la agenda se ha sumado el reconocimiento de nuevos derechos universales que hasta la fecha no se tenían en cuenta, como son los de la mujer (frente a su discriminación y menoscabo), los de ciertos pueblos indígenas y aquellos ligados a otras identidades sexuales. Y, sin embargo, a pesar de tales avances, el conservadurismo y el tradicionalismo arcaizante impiden un mayor progreso. Pues, a pesar del reconocimiento de la mujer en ciertos lugares del mundo, todavía padece una fuerte indefensión y maltrato, y esta batalla por la igualdad todavía está lejos de haberse ganado.

Además, el atraso social se interpone al empoderamiento femenino, tanto como las viejas y rancias mentalidades que establecen unos roles rígidos y determinados para los papeles que ha de jugar cada sexo en la sociedad. A todo eso se le suma otro punto importante como es la aceptación de la diversidad sexual, en la que la familia no se reduzca solo a un mero cliché, centrado en la pareja heterosexual, estigmatizando a quienes aman y se sienten de un modo diferente a la costumbre imperante, el colectivo LGTB, que algunos ven con pavor, sin darse cuenta de que siempre ha estado ahí, aunque invisible, por la persecución que padecía (y no por ser ninguna moda ni una enfermedad).

Cierto es que los actos conmemorativos pueden ser cansinos y vacuos, porque se acaban por reducir a meros actos protocolarios, salvo si los observamos como una apelación a un deber que nunca podemos dar por cumplido ni satisfecho del todo. El terrorismo global y la inmigración ocultan lo que hay detrás de ese denso bosque: las profundas desigualdades e injusticias reinantes. Hacia la vieja Europa se encaminan hombres y mujeres porque en sus países de origen acabarían encarcelados y/o ajusticiados. Su delito es amar a otro ser humano de igual sexo. Otros lo hacen empujados por la simple y mera desesperación, por querer ser libres o tener unas ideas. De los más emblemáticos a los considerados más básicos, todos los derechos humanos son igual de significativos porque contribuyen de una forma ineludible a constituir la base de un mundo mejor y un planeta más justo donde poder vivir. Por ello, queda mucho por hacer todavía.

Pues las libertades políticas y sociales, la dignidad, el respeto, la tolerancia, la igualdad, todos ellos son conceptos utópicos que rara vez se consigue implementar de forma permanente, ni tan siquiera en las sociedades aparentemente más desarrolladas. Sin embargo, en este mundo global, esos déficits cada vez nos afectan más, y no podemos ignorarlos como Humanidad comprometida con ellos. En general, no apreciamos el valor de nuestras libertades hasta que se nos arrebatan, o hasta que nos damos cuenta del dolor y la angustia en los ojos de otros, lo cual significa que se les han arrebatado sus derechos esenciales y, por lo tanto, huyen para intentar salvar la vida. De ahí que su garantía y defensa es y debe ser siempre cosa de todos nosotros.