La sociedad vasca siempre será una entidad compleja. Esto no es óbice para disentir de quienes pretendieron en su día socavar su pluralidad y democracia, tampoco para quienes utilizan a ETA como un ariete en la dirección contraria. Pero como ya sabemos que el ser humano se caracteriza por los excesos, debemos buscar la manera de salir de esa ecuación y buscar el modo de construir otra que impida que los violentos se justifiquen y que los demócratas actúen de forma inadecuada. Es evidente que en el trasfondo de todo esto hay dos visiones antitéticas de la patria. Para los abertzales la nación vasca era, y es, lo esencial y, por lo tanto, su defensa numantina llevó a creer (y aún lo hace en sus círculos más intransigentes) que ETA estaba legitimada para actuar como lo hizo. Para los que son garantes del orden constitucional y de la nación española, sus contrarios, no, la violencia terrorista no fue sino un totalitarismo frío y cruel. Ambas posturas, cuando adquieren un carácter irracional y ultramontano, son criticables al dar pie a que ciertos sujetos acaben por creer que el terrorismo es la vía para la liberación nacional y, en el contrario, la violencia extrema de Estado único recurso para impedirlo. Ninguna de tales actitudes se puede comparar, la lógica del huevo o la gallina, cuál fue antes, no puede ser lo que acabe por paralizar una reflexión crítica del uso y abuso de un terror inhumano. Ni ETA estaba legitimada para matar ni mucho menos esos grupos paralegales que ignorando el Estado de derecho, actuaron como lo hicieron. El terror no puede ser contrarrestado con un contra-terror, porque los iguala. El problema se enquista a la hora de reprobar quién hizo más daño, qué mal fue mayor o cuál socavó más la decencia y la convivencia.
En realidad, ambos fueron terribles, pero no se pueden contraponer ni, por supuesto, igualar. Su nexo de unión es por oposición, pero eso no implica necesariamente que hayamos de hacer tabla rasa por ello, ni evitar ahondar en lo terribles que fueron. La manera que tenemos de juzgarlos socialmente ha de ser muy diferente. La violencia de Estado se ha de someter a los tribunales y adoptar medidas para que se no pueda repetir para otros casos, activando protocolos. La violencia de ETA, en cambio, tiene un componente más profundo, menos simple que la anterior, más exagerada, porque su objetivo no fue solo forzar al Estado a aceptar sus condiciones de paz, sino también liquidar toda voluntad ajena a la suya, eliminando, en aras de la construcción de la nación ideal, a todos aquellos vascos o sujetos que iban contra su torturada y fanática voluntad totalitaria. Un año más, cada 11 de julio, se nos recuerda esa certeza.
Se conmemora, tal vez, uno de los crímenes más escalofriantes y significativos de ETA, el asesinato del concejal de Ermua, Miguel Ángel Blanco. Desde luego, todos los crímenes de ETA fueron horribles, sin duda, desde el primero hasta el último, pero el simbolismo de este adquirió un tinte más sonado, trajo consigo un auténtico estupor y rabia (contra la izquierda abertzale), por la crueldad con la que actuó ETA y la izquierda abertzale, que provocaron una movilización social nunca vista hasta el momento en Euskadi. El joven concejal popular era un representante de la sociedad vasca, podíamos haber sido cualquiera de nosotros. Fue secuestrado, retenido durante tres días para extorsionar al Estado y, finalmente, al no cumplir este sus exigencias, asesinado. Su muerte nos hizo darnos cuenta de qué era y representaba ETA. No había excusas, ni medias tintas, fue la gota que colmaba el vaso y la certeza de que cualquier vasco podía ser el siguiente. Por primera vez, surgió una clara sensación de que ETA no había arrebatado una vida, sino que nos había atacado a todos nosotros.
ETA no fue capaz de escuchar a los vascos, mostraba que solo entendía el mundo entre amigos y enemigos. Sus amigos ya sabían quiénes eran, sus enemigos éramos todos los demás, los que pensábamos de un modo diferente. Su estrategia de atacar a los sectores más sensibles de la sociedad, a la clase política, solo trajo consigo su propio final. Un reciente informe presentado por el Gobierno vasco recoge las cifras de esta violencia de persecución, entre 1991 y 2011, en la que hubo 511 ediles, de los 2.621 que había en la Comunidad Autónoma Vasca, con escolta (a los que habría que sumar escoltas privados y del estado). Casi todos los amenazados eran del PSE y del PP. En ese periodo cayeron víctimas de la intransigencia de la banda 16 concejales (otros 8 lo habían sido antes), pero pudieron ser muchos más de no haber mejorado la unidad de acción para luchar más eficazmente contra la banda. Este mirar atrás nos trae amargos recuerdos, advertencias que no podemos ignorar y lecciones humanas que deben ser atendidas. Hay aspectos que han cambiado para bien.
ETA ya no mata y ha sido derrotada. Y, en Ermua, en la ofrenda floral a Blanco, coincidieron en la misma fotografía el edil popular Francisco Javier Sánchez y el de EH Bildu, Paul Yarza, lo cual era impensable hace tres años. Pero, aun así, la izquierda abertzale se niega a condenar a ETA en toda su dimensión. Además, hay muchos mitos de ETA que derruir y conflictos -heridas- que encarar porque la senda para curar el daño causado e impulsar una memoria democrática de las víctimas está en proceso de formalizarse. Y ya no se trata de saber quién va a ganar en esta batalla de relatos sino de dignidades. Lo que sabemos sobre ese marco de violencia es insuficiente. Los estudios sobre los efectos tan negativos que provocó ETA en nuestra sociedad están ahora emergiendo. Por un lado, está el interés por conocer la verdad y, por otro, ahora que ya no hay esa intimidación, mostrar que lo único que nos aportó ETA en todos sus años de andadura fue dolor y temor. Nada más. Su contribución, su pretendida lucha, solo ha generado crespones negros, monumentos a las víctimas y una clara voluntad de que el futuro de esta sociedad jamás podrá estar en manos de quien justifique o practique la violencia totalitaria.