Las nuevas elecciones en Rusia han sido un plácido paseo para el que lleva al frente de su destino desde el año 2000. Cuando finalice su actual nuevo mandato, habrá cumplido treinta años en la cima del poder, lo que sería casi un largo reinado. A sus 71 años de edad, sin hacer aquellos alardes atléticos que tanto le gustaban al principio (aunque seguro que se mantiene en buena forma), se halla en el punto más álgido de su poder. Ni los temores a su delicado estado de salud (que han quedado atrás), ni la fracasada operación especial -léase, guerra de Ucrania- han hecho mella en su autoridad ni en sus ansias de perpetuarse. Disfruta de los brillantes y emblemáticos pasillos del Kremlin, como si creyera que alguien los diseñara especialmente para él. Putin cree que Rusia no sería nada sin él. Ha preparado las elecciones casi como si fuesen una fiesta popular para celebrar el cumpleaños que le ratificara, una vez más, de forma continuada en la cima. Sin estrés. Hasta los candidatos que se presentaban para disputarle el trono de Rusia han sido meros convidados de piedra (apenas han arañado el 5% de los votos), para aparentar que estaba decidiendo democráticamente el devenir del más vasto país del mundo. Sin oposición.
Si en la vieja Europa es complicado formar gobierno mediante mayorías absolutas determinantes (y son más necesarias que nunca las coaliciones), en la Duma, Putin ha logrado que no haya discusión. Está él y nadie más. Si hay que aprobar una ley que necesita el dueño del Kremlin, no tiene más que ponerle fecha. No hay riesgo de que nadie se oponga, ni por puro formalismo. El debate es claro, no hay debate. El parlamento ruso está al servicio de la máxima autoridad, Vladimir Putin. El frío hombre de hierro encarna como ningún otro, en la actualidad, el despotismo, aunque él lo hace pasar por la mascarada de que en Rusia hay todavía elecciones libres. Libres sí, para votar a un mismo candidato.
La muerte-asesinato del disidente más conocido, Alexéi Navalni, no le ha condicionado. No se puede penalizar a quien controla todos los resortes del poder de una manera tan asfixiante que los pocos que salieran a reivindicarlo pasaron desapercibidos. Faltaría algo más gordo para que los rusos salieron en masa a protestar y exigir cambios en el régimen. Están contentos en él, se creen que no puede haber nada mejor. Muchos conocieron otras épocas de miseria e incertidumbre, y no quieren que nada así se repita. Creen en esta Rusia gloriosa y temible, en la que la crítica es casi imposible. Putin ha ganado las elecciones con un 87,28% de los sufragios favorables y una participación del 77,4%, lo cual ha sido todo un récord respecto a años anteriores. Si en Occidente el ejercicio del poder democrático desgasta a los partidos, en Rusia, en cambio, lo fortalece.
Tiene una explicación, aquel que se sienta en el Kremlin controla los resortes que le pueden garantizar las elecciones, y cuanto mayor es su capacidad de acallar la disidencia, como es el caso, más se garantiza el automatismo de perpetuarse. Eso ha logrado Putin, digno de admirar, aunque no para sus rivales ni para los sectores que son duramente perseguidos por pensar de otra forma; ni para las miles de familias que han visto como sus hijos eran sacrificados de forma absurda y temeraria en el altar de la patria.
Putin les ofrece pan, circo e imperialismo y los rusos lo aceptan, en su mayoría, sin chistar, como si en su ADN hubiese codificado la necesidad de vivir bajo una autoridad brutal y arbitraria. Siglos y siglos de historia, desde el autocrático régimen de los zares, pasando por la era soviética hasta hoy, no han conocido más que gobiernos absolutos y crueles. A eso están acostumbrados. Exultante, el mismo Putin anunciaba a los periodistas (oficiales) que esta victoria electoral es la ratificación de que sus planes marchan a las mil maravillas secundados por los rusos; y señaló sin rubor: “la nación defiende su progreso con las armas en la mano”. Con un mensaje grandilocuente auguraba un futuro grandioso, una Rusia más fuerte y la ampliación de su armamento, como si tener más tanques, aviones o misiles balísticos contribuyera a que los ciudadanos fueran más felices.
Unas frases así serían la defunción de cualquier político europeo, no en Rusia. La pregunta que nos hacemos es cuándo y cómo empezarán a pasarle factura a Putin sus agresivas políticas. De momento, su figura es respetada, estimada y temida, pero si el Estado ruso sigue gastando a manos llenas sus valiosos y finitos recursos en una guerra inútil, más tarde o más temprano, el sistema tendrá que griparse. Y alguien deberá pagar los nocivos efectos del belicismo. Porque el ingente coste que alimenta la industria armamentística, como ya se vio en la época soviética, debilita la economía nacional si faltan inversiones en educación, sanidad y asistencia. De seguir así, el nivel de vida no hará más que bajar y afectar a las familias. Pocos países, salvo EEUU y China, pueden permitirse el lujo de incrementar sus arsenales militares de manera desmesurada sin ver cómo afecta de forma nociva. Peor aún, la guerra en Ucrania está comportando infinidad de pérdidas humanas. ¿Hasta cuándo los rusos podrán soportar que sus hijos sigan muriendo? Putin ha vaciado las cárceles y se ha servido de mercenarios, pero la contienda sigue siendo una trituradora de carne. Muchos jóvenes se enrolan porque los sueldos son elevados, pero otros no regresan. Las opciones de que Rusia pueda vencer a Ucrania y doblegarla a sus dictados está en un punto muerto ahora mismo y esto sólo puede conducir a un mayor incremento de la brutalidad por parte de los ejércitos rusos y ucranianos, que la contienda se vuelva más destructiva de lo que está siendo.
Putin, gracias al control de los medios, ha convencido a la mayoría de los rusos de que no hay otra opción, los enemigos de Rusia son infinitos y únicamente él podrá derrotarlos. No ven que hay otras alternativas, la paz, la convivencia y la prosperidad.
Todos los grandes imperios, deberían saberlo mejor que nadie, se derrumban más tarde o temprano.