Es difícil no encontrar sociedades en donde haya ciertos capítulos de su pasado del que se sientan avergonzados. En unos casos, por crímenes cometidos en nombre de ciertos infames regímenes totalitarios (si no que se lo digan a los alemanes), en otros, porque se vieron obligados a aceptar una dominación que consideraban perversa y contraria a su sentimiento nacional de independencia (como sucedió con muchos países de Europa del este). Desde luego, hay estados en donde el recordatorio de aquellos hechos se asume y vela con recelo y, sobre todo, rechazo, es una memoria histórica maldita, por dolorosa. Sin embargo, puede traer consigo una respuesta contraria en quienes se sienten afeados por rechazar, negar o, incluso, borrar esos vínculos impulsando políticas que acaben con los elementos culturales que la recuerda. Sin duda alguna, me refiero al sentimiento de agravio que ha surgido en las Repúblicas Bálticas y otros países. El problema radica en que tanto los monumentos del pasado a la Gran Guerra Patriótica, como el legado lingüístico y étnico, en forma de lengua y minorías rusas, se han convertido en una espina traumática en la relación actual entre Rusia y Estonia, Letonia y Lituania, más desde que el presidente ruso, Vladimir Putin, decidiera consagrarse a perseguir a quien afee ese legado. De hecho, ha decidido actuar de la peor manera posible, no buscando la manera de admitir los errores cometidos, sino ahondado en las heridas. De ahí el gran miedo que ha surgido en estas repúblicas de que sean los objetivos de los próximos movimientos militaristas del zar ruso.
Las tres repúblicas comparten una historia con Rusia muy relevante. Formaron parte del imperio ruso hasta la revolución de 1917, cuando lograron su independencia, en 1918. Claro que, en un sibilino acuerdo secreto con Hitler, Stalin las volvió a incorporar a la URSS, en 1940. Una vez bajo su control, las persecuciones estalinistas contra todo opositor o nacionalista fueron terribles. Pero pocos meses después de la anexión, el 22 de junio de 1941, la Wehrmacht invadía la URSS, ocupando en los meses siguientes las repúblicas, pasando a su control. Allí, persiguió con suma dureza a las poblaciones judías, pero también reclutó a voluntarios en las temibles SS, que se iba a convertir en una especie de Legión Extranjera para luchar contra los soviéticos. Stalin venció e impuso su puño de hierro, persiguiendo a los desafectos y a los voluntarios que habían luchado en favor del Tercer Reich.
En las décadas posteriores, se fue erigiendo una serie de monumentos triunfales sobre la gran victoria contra el nazismo. Pero el significado para estas repúblicas era bien diferente: implicaba la sumisión. Por ello, en los últimos años, tras alcanzar su independencia en los años 90, muchas de estas repúblicas han ido desmontando dichos lugares de memoria. Sagrada para Putin, maldita para quienes vieron cercenada su libertad. Ante tal realidad, los últimos pasos que ha dado el máximo mandatario ruso a este respecto no ha sido precisamente tender puentes, como buen diplomático, sino mostrar que con la actual Rusia no se juega. Es el imperio. En 2020, el presidente ruso sancionó favorablemente una ley en la que se condena a cinco años de prisión a quien destruya un monumento de la época soviético en un país extranjero. De ahí la proscripción de más de 60 políticos de estas repúblicas por impulsar la retirada de los monumentos a las glorias de la victoria contra el nazismo.
Esta actitud rusa ha provocado una enorme solidaridad con Kiev (por empatía), tras la agresión, y el recelo a que Putin quiera darles un escarmiento a ellas. No hay duda de que todos los países que configuraron en su día la URSS sostienen una relación agridulce y contradictoria con ese pasado, algo que Rusia no admite ni asume. Formaron parte de un imperio colosal, pero subordinadas a un régimen brutal que les negó su identidad nacional. Y mientras los rusos suavizan aquella semblanza tan amarga, donde tuvieron que pagar un alto precio en derechos, dignidad y libertades, porque es su manera de aceptar su historia, no es igual en los países que alcanzaron su independencia tras tanto sufrimiento.
La anexión de Crimea, el apoyo a los rebeldes del Donbás y la actual guerra en Ucrania, no hecho sino favorecer un nuevo impulso de querer borrar las huellas de ese pasado compartido: monumentos, nombres de calles, teatros, parques o escuelas que aludan a aquella relación. Sin embargo, esas políticas también han venido a compartir espacio con movimientos ultraderechistas, que han permitido al Kremlin tergiversar estas actuaciones formalizando un falso paralelismo identificador entre el nacionalismo báltico o ucraniano, lo mismo da, con un resurgir del neonazismo. Como si únicamente Rusia estuviese vacunada contra dicha malvada enfermedad. Sin darse cuenta de que ellos produjeron otra, no menos atroz, no menos salvaje, como fue el estalinismo que oprimió a otros pueblos.
Bien es verdad que tampoco las políticas llevadas a cabo en algunas de estas repúblicas ha sido nada asertivas ni respetuosas con la sensibilidad de parte de la población prorrusa que las integra. Por ejemplo, en Riga, la demolición del Monumento a la Victoria trajo consigo tensión y altercados durante su retirada. Ante el monolito se solían reunir, cada 9 de mayo, miles de ciudadanos para recordar la victoria contra el nazismo. Por ello, los nacionalistas letones les descalifican y les tildan de quintacolumnistas, sin ninguna razón de ser. Tanto en Letonia como en Estonia la minoría rusa sostiene, además, un status de apátridas, no tienen nacionalidad ni derechos políticos, sólo cuentan con un permiso de residencia y ayudas sociales. En Letonia, en 2022, se les instó a 25.000 de ellos a realizar un examen en el idioma oficial. Un tercio suspendió y se les concedió, eso sí, una prórroga de dos años, o de lo contrario perderían su permiso de residencia.
En suma, chovinismo, odio e intransigencia, poco se ha aprendido de tal horrible pasado