La entrada de Finlandia en la OTAN ha sido contestada por Rusia con aspavientos. En otras palabras, no le ha hecho ninguna gracia, pero poco podía hacer o, por lo menos, no iba a provocar otra operación especial para someterla a sus dictados. Sin embargo, cabe pensar si la Alianza Atlántica, residuo de la Guerra Fría es, en realidad, un marco de garantías de la defensa europea contra una amenaza externa o sólo contra Rusia (al menos, así lo ve ésta), por lo que igual cabría considerar en disolverla para que Rusia no se viera amenazada. Hay que pensar que la OTAN surgió mirando a Europa del este cuando se temía que los soviéticos decidieran avanzar sobre el corazón del viejo continente con sus blindados, para instaurar gobiernos comunistas títeres a troche y moche. El enfrentamiento, de haberse producido, habría sido brutal, pero no consta que se diesen jamás dichos planes. La URSS ya tenía bastante con defender y garantizar sus extensas zonas de influencia contra EEUU como para embarcarse en algo así. Además, debía conjurar sus propios problemas internos, ya que tanto en 1956 como en 1968 se vio obligada a intervenir, tanto en Budapest como en la primavera de Praga, para impedir que el Telón de Acero se rompiera en mil.
Tras el fin del bloque soviético, a partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín, hubo ciertas dudas sobre la utilidad de que la OTAN siguiera existiendo. Aun así, se mantuvo su estructura, considerándola útil de cara a poder hacer frente a futuros conflictos. En esta última etapa, durante el mandato de Trump hubo más fricciones, porque el multimillonario señaló que no estaba por la labor de pagar la costosa defensa solo y que los europeos debían poner más de su parte. A esto se unió la actitud belicosa de Turquía, integrante de la OTAN, durante la guerra civil siria, colocando en una posición incómoda a la alianza, al actuar más respondiendo a sus intereses en la región que en defender la legalidad internacional. Hasta optó por adquirir armamento ruso, en vez de anglosajón, rompiendo así la idiosincrasia de nutrirse de armas occidentales.
Sin embargo, el desencadenante de la crisis actual en Europa del este fue otro, el giro de 180º dado en Ucrania, a partir de la revolución del Maidán, y su acercamiento a la Unión Europea. Este cambio dio lugar a especular sobre la posibilidad de que Kiev pudiera entrar como socio de la Alianza Atlántica. Y mucho antes de que esto pudiera ocurrir, Putin prefirió no arriesgar y mantener prietas las filas del viejo imperio (o lo que quedaba), dando luz verde a la agresión, justificándola con falaces argumentos. Y lo que pareció ser una operación rápida y sencilla, ha derivado en: un enfrentamiento brutal. Muchos analistas han conferido la responsabilidad de este belicismo al error de considerar que Ucrania podría integrarse en la OTAN. Pues, para Rusia no solo era inadmisible e inaceptable, sino que se perfilaba como una amenaza.
Según afirmó Putin, ponía en riesgo la seguridad de Rusia, sin decir por qué. Exageraciones aparte, quedaba claro que el área de influencia rusa ha abarcado históricamente toda la Europa oriental hasta los Balcanes. Hasta 1991, con el fin de la URSS, desde Polonia y el mar Báltico hasta Bulgaria, pero cuando estos países se integraron en la EU y le siguieron las repúblicas de Estonia, Letonia y Lituania, transigió porque no tenía ya modo de impedir ese proceso, pero no quiso decir que le gustase, al revés. Y aunque de la desintegración del imperio soviético emergieron nuevos países en Europa y Asia, y trajo consigo el fin del modelo comunista, no ocurrió lo mismo con la ideología imperial inherente al nacionalismo ruso.
En la década de los años 90, Moscú fue incapaz de controlar tales acontecimientos pero, a partir del año 2000, Putin tomó con mano de hierro las riendas del Estado ruso y ya no las ha soltado. Acabó con la situación bélica en Chechenia a sangre y fuego; intervino en Abjasia y Osetia en 2008; y se anexionó Crimea en 2014, además de alimentar la rebelión de las autoproclamadas repúblicas del Donbás que, finalmente, optó por anexionarlas. Nada se hizo de acuerdo al derecho internacional. No lo necesitaba, la Rusia de Putin, heredera del magisterio de los zares, se ve como la única regidora de la política de estos pueblos. Por todo ello, Finlandia, territorio que formó parte del viejo imperio, y se independizó en 1917, no lo ha dudado. No se olvida de la guerra de invierno de 1939, cuando Stalin decidió imponer su voluntad al país escandinavo. Lo que creyó que sería otro paseo militar, como Putin en Ucrania, le salió rana. Y el pequeño ejército finlandés defendió con uñas y dientes su territorio provocando miles de bajas enemigas. Sin embargo, sabiendo que no podría salir victorioso contra la maquinaria de guerra soviética, aceptó una paz injusta. Perdió territorios en un acto tan imperativo como ilegal, mostrando al mundo el carácter canallesco del régimen de Stalin. Sin duda, esto le vino muy bien a Hitler para consumar sus planes y orquestar la invasión de la URSS, Barbarroja, en 1941.
Así, Finlandia, sin ser un país fascista, se alineó con el Tercer Reich, pensando que era la única manera de contener a Stalin si pretendía acabar con la nación finesa. Finlandia padeció una dura prueba, pero Moscú jamás ha pedido perdón por aquello. Peor aún, tanto los países bálticos como Finlandia recelan y temen, una vez más, de este despertar rugiente de la agresividad rusa. Eso explica el paso que ha dado Finlandia. Ha preferido encarar el rechazo y la animadversión de Putin, a tener que ver como su territorio podía ser impunemente afrentado con cualquier excusa por este. Dentro de la OTAN, por lo menos quedará a resguardo, fuera de ella, en cambio… no quiere seguir los pasos de Ucrania. Aunque la Alianza Atlántica es una reliquia del pasado, parece más necesaria que nunca. Un muro de contención, una necesidad defensiva y guardiana de la integridad de países amenazados por el talante y ambiciones rusas. Es triste ver como parece repetirse la Historia.