Las palabras del presidente de EEUU, Joe Biden, me dejan perplejo y confundido, y todavía resuenan en mis oídos. Las mismas no las ha esgrimido en un marco donde se anunciaba el fin del conflicto entre Ucrania y Rusia, o incluso, en una improbable situación, en la que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, proclamara el fin de las operaciones israelíes en la Franja de Gaza para alivio de todos, sino tras haber aprobado la cámara de representantes de los EEUU una partida de 90.000 millones de euros destinados a armar a Ucrania, Israel y Taiwán. De esta partida, 57.000 millones concretamente son para Kiev, pero no para ayudarle en asistir a su población de las miserias de la guerra, sino para proseguir con el enfrentamiento con Rusia. En esta línea, Biden esgrimió el siguiente argumento para justificar el propósito de esta enorme suma de dinero: “Si nuestros aliados se vuelven más seguros y fuertes, nosotros seremos más fuertes”. ¿Seguro? No.
Más armas sólo provocará más tensión y amenaza. Biden ha evitado estimar las consecuencias, en la espiral de violencia en la que se halla sumergido ahora mismo el mundo y a la que EEUU está contribuyendo. A pesar de todo, Ucrania, en vez de agradecer la ayuda prestada, sigue viendo la botella medio vacía. El ministro de Asuntos Exteriores ucraniano, Dmitri Kuleba, reprobaba a Europa que Rusia había aumentado su complejo militar, mientras que el esfuerzo de los europeos había quedado por detrás del mismo. No sólo eso, tras tres años de conflicto, los arsenales y almacenes europeos, con los misiles y la munición que Ucrania tanto necesita, se están quedando vacíos. De hecho, el compromiso de la Unión Europea (UE) con el destino de Ucrania se ha convertido en un nudo corredizo. Si Kiev pierde la contienda, también lo hará la UE, y nadie quiere reconocer dicha posibilidad. Kuleba pretende la implicación total europea, por eso advertía: “Occidente tiene que darse cuenta de que la era de paz en Europa ha terminado”. Pero eso no es verdad, el ministro sólo ve lo que le interesa, por mucho que Bruselas quiera frenar la amenaza del imperialismo ruso, una confrontación directa es una locura sin parangón. Para los ucranianos, la guerra es un acto de defender su independencia y libertad, y no observan otra alternativa que la victoria, por lo que quieren embarcar a la UE sin medir los efectos.
Para Rusia, en cambio, la contienda es su retorcida manera de defender la civilización rusa frente a los abusos de Occidente. Es por eso que Europa se halla en una encrucijada moral y política, ayudar es un deber, pero también es un grave problema de difícil solución. La nueva partida aprobada por el Congreso de EEUU va a permitir a los ucranianos volver a llenar sus mermados almacenes con toda clase de armamento y recrudecer la escalada bélica. Pero con eso no se gana una contienda, entran en juego otros factores que, por el momento, no dejan de ser favorables a Rusia (a pesar de su fuerte desgaste). Tanto es así que se estima que hasta 2025 Ucrania no podría volver a recuperar la iniciativa. Eso implica dos años más de enfrentamiento… más muertos, ingentes recursos destinados al afán bélico que sólo sirve para empeorar la realidad de los ucranianos. Y las noticias que proceden del frente tampoco son halagüeñas. Se estima que por cada obús que dispara la artillería ucraniana, la rusa realiza diez. Una diferencia desmesurada que permite que éstos últimos puedan aplicar su estrategia de martillo pilón en cada avance, por escaso que sea, devastándolo todo.
Mientras tanto Ucrania afina sus ataques con drones contra la industria petrolífera rusa (algo que disgusta a EEUU porque hace que se dispare el precio del crudo), y sus adversarios contra la eléctrica ucraniana, esencial para el funcionamiento de la industria del país. Como muchos analistas han advertido, la contienda ha entrado en una fase de estancamiento, más bien en un escenario de desgaste. Y aunque Rusia ha perdido miles de carros de combate, hombres, decenas de aviones y armas de diversas clases, su capacidad de reponer ese arsenal está siendo mayor que el ucraniano, que depende, además, como se ha visto, de manera crucial de la ayuda exterior. Una ayuda que viene por oleadas de forma intermitente, porque ni la Administración de EEUU ni los gobiernos de la UE pueden implicarse de lleno.
Cierto es que necesitan que Kiev gane o que, por lo menos, no pierda, para que todo este empeño militar no sea infructuoso. Sin embargo, la situación es tan terrible, tan desoladora y descarnada, que hay que preguntarse si echar más leña al fuego sirve de algo. No, no es un buen día para la paz, contestando a Biden, lo sería si los ejércitos estuvieran dedicándose a la pesca o a ayudar a aquellos que padecen catástrofes naturales, y no colaborando a sostener esta obcecada pugna. Cada día en el que las hostilidades no se detienen se derrocha una generación de jóvenes europeos y, tristemente, hipoteca su futuro. Las guerras sólo han demostrado que nunca acaban por dirimir los problemas de raíz, al revés, generan más, y se convierten en el sumidero de innumerables horrores.
Únicamente las gigantescas dimensiones catastróficas de la SGM hicieron comprender que nada así debería repetirse. A pesar de todo, aunque algo se ha aprendido, el balance de aquello, en general, ha sido pobre. Sin ir más lejos, la actual batalla por el Donbás, el mismo territorio por el cual sangraron ucranianos y rusos conjuntamente contra el nazismo, se encamina hacia un oscuro precipicio. Peor aún, cuando llegue el momento en el que las energías de ambos contendientes en este pulso sangriento se agoten, que ocurrirá tarde o temprano, habrá que sentarse a negociar. Y las condiciones de quien obtenga la victoria serán mejores. Pero, en todo caso, ninguna victoria compensará los padecimientos y la infinidad de almas perdidas, e incluso se llevará a considerar, ya de forma tardía e inútil, que los esfuerzos para sostener la paz son menos lesivos y amargos que su alternativa belicista.