El tiempo no se detiene. Si en Europa y España se conmemora el año en el que irrumpió en nuestras vidas, tristemente, el Covid-19, en otros lugares sus problemas son otros, con un riesgo latente a que se intensifiquen y que, de nuevo, se conviertan en parajes desolados por el horror y la tragedia si la ONU no actúa y reacciona a tiempo. Son noticias esporádicas, pequeñas, en comparación con las que acaparan los grandes titulares. Se trata de países de los que desconocemos incluso el lugar exacto que ocupan en el mapa, muy lejanos, pero que no se pueden ignorar porque, en esta realidad global, puede que estén más cerca de lo que se cree, y sus efectos subsidiarios pueden al final acabar por afectarnos.
Recientemente, ONG Save the Children emitía un comunicado en donde se informaba que el grupo yihadista Al Shabab (o Estado Islámico de África Central -ISCA-), que comparte el mismo nombre con el grupo exaltado que opera en Somalia, ha acabado con la vida de 58 personas, entre ellas niños de corta edad, en Mozambique. Sus actividades terroristas han provocado 2.600 muertos en total y nada menos que 670.000 desplazados, lo que es muy indicativo de que no solo hay una sensación de temor sino de que las autoridades son incapaces de mantener la seguridad de las zonas donde opera. Tristemente, además de eso, los hombres y mujeres que se han visto obligados a huir de sus hogares se enfrentan a los rigores del hambre, en un país en el que no hay medios suficientes para atender a tantos, a lo que se suman las crisis climáticas, como el ciclón Kenneth que afectó a la región en 2019. En noviembre de 2020, también hubo otra matanza similar en las localidades de Muidume y Macomia, esta vez ha sido en Cabo Delgado.
Las andanzas de este grupo yihadista se iniciaron en 2017, motivadas porque una empresa francesa inició el proceso de explotación de gas. Si bien, la presencia militar disuadió a los yihadistas, hasta ahora, pero eso no les ha impedido atacar a los sectores más vulnerables de la sociedad: a la indefensa y desasistida población civil. Por desgracia, como en el Sahel, la respuesta de las fuerzas armadas mozambiqueñas ha sido brutal e indiscriminada. Amnistía Internacional (AI) les acusaba de crímenes, lo cual explica el porqué de que la población se haya desplazado a otros lugares huyendo del terror de unos y la represión de los otros. EEUU va a prestar su apoyo, formando a las tropas del país para mejorar su lucha antiterrorista. Sin embargo, de nuevo, hay que atacar la base del problema: las enormes brechas sociales. Así como buscar la manera de destruir las redes yihadistas, aquellas que les financian y les contagian de ideología.
El proceso de radicalización se fraguó como siempre con un pequeño grupo, en 2010, cuando varios integrantes de una secta no violenta fueron a ampliar sus estudios del Corán a otros países circundantes como Tanzania, Kenia y Somalia, y entraron en contacto con el wahabismo (preeminente en Arabia Saudí y que defiende el integrismo más conservador). Su inspirador, el predicador Aboud Rogo, de Kenia, sería asesinado en 2012, para entonces, la llama del radicalismo había prendido en ellos. Poco a poco, fue creciendo su número hasta ya alcanzar los dos millares. Encontraron medios ilegales de autofinanciarse y propagar su ideario, ganando adeptos a través de la prédica y de una serie de ayudas económicas en la población necesitada, hasta que se constituyeron, como organización, autodenominándose Al Shabab.
De nuevo, el discurso ultramontano calaba entre unos segmentos de la sociedad desprotegida y, sobre todo, incidía en unos jóvenes que se encontraban perdidos o sin una brújula hacia dónde dirigir sus aspiraciones. La religión, el Islam, se convertía en un faro. Y, al mismo tiempo, se encomendaban a una gran causa emulando a otros grupos para enfrentarse a un sistema del que se sentían marginales y que les ofrecía un motivo trascedente que iba más allá de ellos mismos. La fe, desde luego, puede ser un catártico muy fuerte y nada desdeñable para movilizar a la población afín.
En un marco como este, desde luego, la desesperación (la riqueza del subsuelo no llega a sus habitantes) explica, pero no justifica que este discurso fanático prenda, aunque, hay que señalar que, de momento, no de forma generalizada (debido a la torpeza de la crueldad yihadista). Más cuando la reacción gubernamental ha sido bastante escasa o equívoca, minimizando la cuestión, o mandando a fuerzas que han provocado más daño y temor que soluciones eficaces. Todo este proceso se ha ido larvando a pesar de que las autoridades religiosas locales advirtieron de lo que estaba sucediendo. Pero el Gobierno no las escuchó. Se constituyeron campos de entrenamiento y llegaron incluso combatientes extranjeros. La amenaza no se tradujo en hechos hasta que el 5 de octubre de 2017 empezaron en serio. La retroalimentación de la violencia se ha ido haciendo más grave. En estos años, Al Shabab ha protagonizado otros golpes de efecto muy audaces y favorables para la propaganda de su causa, como la toma simbólica de las ciudades de Mocimboa da Praia y Quissanga, o el ataque a las islas del Archipiélago de Quirimbas. Y las únicas medidas del Gobierno mozambiqueño fueron la contratación de mercenarios sudafricanos, sin darse cuenta de que podrían empeorar la situación, siendo la población la que pagase las consecuencias, como así ha sido. La crueldad de los yihadistas se ha unido a la de los militares contratados (sin apego por los habitantes), con lo cual el resultado ha sido nefasto.
El crimen contra civiles, señalado al principio, no deja de ser una advertencia preocupante que demuestra que este grupo yihadista no se anda con medias tintas y puede ir a más. O formas parte de su organización y cumples sus mandatos o caes víctima de sus machetes. No se puede menospreciar la gravedad de su amenaza, pero para atajarla el Estado ha de implicarse en la región ofreciendo seguridad y alternativas a la población, y no solo manu militari.