La referencia que utilizó el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, para buscar la solidaridad y la hermandad entre ucranianos y españoles, con el bombardeo de la villa guerniquesa ha vuelto a ser aprovechado por el nacionalismo vasco para reclamar una disculpa por lo acaecido al Gobierno central, en el día de su aniversario. Si alemanes e italianos ya lo hicieron en su día, ¿por qué no el español? Es un debate viejo y manido. Para el conjunto del nacionalismo vasco el raid aéreo no solo fue un ataque contra un núcleo de población civil indefensa republicana, sino ante todo vasca. Se quiso acabar con uno de los centros de la patria vasca, la Casa de Juntas y el árbol (paradójicamente quedaron intactas), donde los monarcas hispanos venían a jurar los fueros. Por lo tanto, fue una agresión de España contra la identidad vasca. Sin embargo, aunque sigue habiendo un sinfín de enigmas históricos sin aclarar, como el de a quién se le ocurrió dar la orden de destruir la villa y el número exacto de fallecidos (no parece que se pueda jamás resolver), lo que sí es incuestionable es que fue un ataque de terror y castigo contra la población civil. Otras ciudades ya lo habían sufrido antes, pero ninguna otra alcanzaría tanta notoriedad. El cuadro de Picasso, encargado por el Gobierno republicano, y que acabó por llamarse como la villa bombardeada, Guernica, y la negativa del régimen de Franco de admitir el hecho, dieron lugar a que se convirtiera en un símbolo del horror fascista. No obstante, cuando acabó la Guerra Civil, en España sobrevino una dictadura, la misma que había destruido la villa.
La memoria republicana del bombardeo fue sustituida por una nacionalista que incorporó el episodio como un agravio más de España contra Euskadi, olvidándose de que los vascos, por entonces, luchaban por la República (de ahí el Estatuto vasco de 1936). Cierto es que, tras acabar las hostilidades, no hubo tiempo para florituras. El régimen de Franco se encargó de reprimir, represaliar y depurar a sus enemigos con saña. Gernika no dejaba de ser otro punto oscuro más de los muchos vinculados a las atrocidades y negruras del bando nacional que no reconocería.
Ahora bien, el fin del franquismo, en noviembre de 1975, dio lugar a un proceso de Transición. Se buscó una manera de reconducir las aguas de la Historia hacia un lugar más saludable, pero sin quebrantos. Las heridas mal cicatrizadas de la Guerra Civil pendían en el imaginario social y las decisiones políticas que se tomaron buscaron una manera de evitar reabrirlas. Se demolió el aparato franquista de una manera elegante, sin reproches. Aunque se produjo una ruptura institucional, pasando de ser un Estado corporativo a un Estado democrático, también se buscó la manera de hacer creer a los viejos adalides del régimen que había sido una transformación natural. O lo que es lo mismo, que el franquismo había sido quien había preparado el terreno para lo que había de llegar. No fue así, insisto, pero fue una manera apacible (dentro de las violencias y resistencias que se dieron) y aceptable para proceder al cambio. Si bien, sobre el papel, Juan Carlos I fue el heredero de Franco, juró las Leyes del Movimiento y apostó por la vía democrática. Es aquí donde la historia se complica.
Entonces, ¿qué fue? ¿Cambio o ruptura política? Fue un poco de ambas. Se hizo pensar que era un cambio, cuando, en el fondo, se producía una ruptura. Sin embargo, el viejo régimen no se condenó, los represores murieron en sus camas, ningún responsable de las políticas criminales fue encausado, nada, se habló y mucho sobre la contienda, como tan bien señalaría Santos Juliá, fue un momento de intensa memoria, pero fue una reconciliación por omisión. Sin embargo, aquí es donde el nacionalismo vasco se apoderó definitivamente en exclusiva del simbolismo del bombardeo. Si Gernika nacía y se erigía, en los años 30, como el recurrente icono del terror fascista, en los 70, tras la disolución del Gobierno republicano en el exilio, para el mundo nacionalista significa el ataque de España contra su voluntad independentista. Por lo tanto, consideraría y exigiría el perdón de Madrid.
Dentro de la lógica nacionalista, el que un Gobierno central acceda a acometer este paso, sería un éxito. No pierde nada y lo haga todo, su apropiación del bombardeo sería total y absoluta. Pero Gernika no solo pertenece al nacionalismo vasco, sino a todos los españoles. Cuando Vox reaccionó a la mención de Zelenski de forma airada sacando a relucir la matanza de Paracuellos, nos dimos cuenta de lo poco que se ha conseguido a la hora de constituir una memoria justa o, por lo menos, sensata de la contienda, cayendo en el mismo disparate, como si la Guerra Civil siguiese activa en el frente de la propaganda, la España contra la anti-España, aunque ahora, habría que saber quién defiende qué… desde luego, Vox representa la anti-España, porque estigmatiza a una parte de la sociedad.
En todo caso, ni el Gobierno vasco, ni el PNV ni la familia nacionalista tienen derecho a reclamar al Estado un perdón que se debería ofrecer así mismo, porque el bombardeo fue provocado por los sublevados quienes de forma ilegítima se habían rebelado contra el legítimo Gobierno de la nación. Hubo otros bombardeos a lo largo y ancho de la península protagonizados por las tropas nacionales, pero ninguno alcanzaría tal notoriedad, ni fue negado con tanto énfasis, revelando la incapacidad de la dictadura de Franco de asumir sus propios horrores. Es, por eso, que volver a la carga sobre este asunto por parte de los jeltzales no solo es indigno sino lamentable. Si la obstinación de Franco de no aceptar y asumir la responsabilidad fue lo que convirtió a Gernika en lo que es hoy, tristemente, que un partido demócrata manipule la Historia para sus fines es igual de atroz, porque desvela lo poco o nada que se ha aprendido.
A estas alturas, ya no es una cuestión de historia e ideologías sino de dignidad a preservar: la de las víctimas. Pues la única manera de rendirles un sincero, perpetuo y sentido tributo es apelando y garantizando la justicia, la verdad y la paz.