La decisión que tomó la Casa Blanca en 2021 de retirar sus fuerzas de Afganistán, tras dos décadas de presencia, fue un acto criminal. No se puede calificar de otra manera. Cuando se produjo el terrible y denostado ataque a las Torres Gemelas, un fatídico 11 de septiembre de 2001, EEUU se vio conmocionado. No se había imaginado nada así, y se acabó desvelando que sus servicios de inteligencia fallaron de forma estrepitosa a la hora de detectar y prevenir dicha amenaza. Aunque la mayoría de los autores materiales fueron saudíes, el plan había partido de una organización terrorista, Al Qaeda, liderada por Osama Bin Laden, nacida en los fuegos de la guerra soviético-afgana, que llevaba amenazando a los países occidentales (en esencia, a EEUU), a lo largo de la década de los 90. Pero todos sus ataques habían sido provocados en terceros países (Kenia). Sus campamentos se encontraban en Afganistán, a resguardo del emirato talibán bajo la jefatura del mulá Omar. ¿Cómo había emergido dicho emirato?
En el marco de la Guerra Fría, tras la intervención soviética del país, en 1979, para apuntalar el Gobierno comunista instaurado, EEUU aprovechó este gran error y apoyó a la aguerrida resistencia, los muyahidines. Así, la Casa Blanca, sin entender bien el marco histórico y social, aportó ingentes partidas de recursos financieros para suministrarles armas, dando lugar a una guerra de guerrillas que fue, sin duda, funesta para el Kremlin. En 1989, ante el declive de la URSS, acelerado por el enorme desgaste sufrido en esta área, el líder soviético Gorbachov tomó la decisión de poner fin al conflicto, ordenando la retirada de sus tropas. Sin embargo, aquello sólo fue el fin del principio para Afganistán, víctima, en última instancia de este perverso juego geoestratégico de las grandes potencias. Y EEUU, quien tanto había aportado para la guerra, cerró el grifo de sus aportaciones, abandonando el territorio a su suerte. Pero allí nunca llegó la paz. Afganistán era un país roto y desgarrado, con muchas facciones fuertemente armadas y señores de la guerra enfrentados entre sí por la toma de Kabul, la capital. Lo que prosiguió fue una contienda civil, hasta que los talibanes, un grupo estudiantil fuertemente fanatizado e integrista, surgido en las madrazas de Pakistán, empezaron a cosechar éxitos importantes hasta alcanzar a convertirse en la fuerza más activa, logrando tomar la capital en 1996. Los rivales derrotados se instalaron en ciertas zonas remotas en el norte, resistiendo a los talibanes. Éstos instauraron un régimen teocrático atroz, sin libertades, con un rígido control social en donde cualquier viso de modernización quedó suprimido. Las mujeres perdieron todos sus derechos y se impuso la ley islámica, la Sharía, con todo su rigor. Bin Laden encontró allí un refugio perfecto para su organización terrorista. Claro que ya conocemos lo que vino a continuación.
La Casa Blanca buscó venganza por lo sucedido el 11-S, y su primer objetivo inmediato fue Afganistán. Apoyando a las fuerzas antitalibán regionales, la Alianza del Norte, y con el apoyo de fuerzas especiales, logró hacer que el régimen talibán se derrumbase. Más tarde, en 2003, se produjo la invasión de Irak, país que no había tenido nada que ver con el ataque terrorista a las torres. El caos de la posguerra iraquí fue bien aprovechado por Al-Qaeda para expandir sus redes. El objetivo principal de detener o acabar con la vida de Bin Laden y de todos los ideólogos del atentado en Nueva York fue poco a poco cumpliéndose. Y ¿qué sucedió con Afganistán? Una fuerza internacional se encargó de pacificar, controlar y reconstruir un país asolado por la suma de conflictos padecidos, la violencia, el terror y la miseria, pero también muy difícil de gestionar. Los talibanes se escondieron en las sombras del anonimato o mantuvieron sus fuertes y firmes bastiones en ciertas regiones o zonas complicadas de controlar. Poblado por numerosas etnias y tribus no siempre bien avenidas, por distintas sensibilidades religiosas (suníes y chiíes) y dialectos, Afganistán fue siempre un territorio complicado de gobernar y de integrar, con áreas más desarrolladas y otras tremendamente atrasadas, además de contar con una geografía compleja y falta de infraestructuras que le den cohesión. El resto de la fuerza internacional fue ingente, pero provechoso. Se recuperaron ciertos indicadores que habían quedado casi a cero en el periodo anterior, desde la escolarización de niñas y niños, a la reapertura de una universidad con ciertas garantías académicas. Y, por supuesto, el reconocimiento de una serie de libertades y derechos. Se impulsaron programas de vacunación, lo que redujo considerablemente la mortalidad infantil. Se reabrieron hospitales, centros administrativos y hasta se celebraron elecciones. Por desgracia, los talibanes no desaparecieron.
Su presencia se fue haciendo cada vez más fuerte en ciertas regiones que quedaban al cuidado de las nuevas autoridades de Kabul. La corrupción y el fuerte tradicionalismo impedían frenar el impenitente avance del grupo integrista, quien de forma hábil había dejado de enfrentarse directamente a los militares occidentales, dedicándose a erosionar a las jóvenes y endebles instituciones nacionales. Pero ante la falta de réditos y el riesgo de una presencia sempiterna, llevaron a la Administración Trump, primero, y a la de Biden, a continuación, a trazar un plan de retirada, como hicieron en Irak. Desde luego, era más fácil justificar ante la opinión pública norteamericana partidas multimillonarias para la guerra que para la paz. Y pronto se vio que el nuevo Afganistán aún era como un castillo de naipes. Si bien, la Casa Blanca se quiso curar en salud y acordó con los talibanes unas ciertas condiciones (como negarse a apoyar a Al Qaeda) para su marcha; lo único que provocó fue el abismo. El 15 de agosto de 2021, los talibanes volvieron a Kabul con promesas de que iban a contar con todos los afganos, sometidos, eso sí, a su proverbial y ya conocida oscura tiranía.
Claro que las nuevas autoridades de Kabul no sólo no han cumplido con sus compromisos de velar por la salud de los afganos (sean hombres o mujeres), sino que, sin cambiar su taimado gesto simpático, y actuando como actores de una película de serie B, han recalcado sus [falsas] buenas intenciones de impulsar un nuevo Afganistán… que no deja de ser, en su configuración básica, el mismo que constituyeron en 1996, aunque cuidando su faz exterior (ocultando sus horrores). De hecho, el Emirato talibán ha restablecido la ley musulmana, la Sharía, lo que se traduce en la renuncia a la garantía y defensa de los derechos humanos más elementales y una total falta de libertades individuales y políticas (los partidos han dejado de existir); así como la aprobación de toda una lista interminable e inabarcable de prohibiciones (que regulan la vida de una forma asfixiante para los afganos, pero sobre todo para las mujeres y disidentes).
A todo esto hay que sumar un clima de miedo instaurado en aquellos sectores de la población que no comulgan con el ideario talibán. No olvidemos que la humillante y precipitada retirada de la fuerza internacional trajo consigo el abandono a su suerte de miles de colaboradores que no pudieron ser evacuados (las imágenes del aeropuerto de Kabul con miles de afganos invadiendo la pista para intentar subirse, en vano, a los últimos aparatos de evacuación, fueron dantescas y bochornosas). Aquel que hubiese establecido cierta relación o trabajado para el ocupante, y no digamos para las autoridades prooccidentales de Kabul se encontraba en su lista negra. Sabían que en cualquier momento podrían detenerlos y encarcelarlos, en el mejor de los casos, o ya directamente ajusticiarlos. Su delito discrepar de su integrismo. Así, a partir de la toma de los talibanes de la capital afgana, se congelaron todos los programas de reconstrucción y de ayuda internacionales (salvo los básicos).
Los funcionarios/as y el personal sanitario femenino fue despedido. Lo mismo ha sucedido en el sistema educativo. Peor aún, se prohibió a las féminas acceder a las escuelas de secundaria y universidad para adaptar, supuestamente, los programas a los criterios de las nuevas autoridades… pero siguen sin reabrirse. En consecuencia, toda una red de escuelas clandestinas para mujeres ha ido brotando a lo largo del país, a riesgo, claro, de ser localizadas y sus participantes arrestadas y castigadas como si estudiar, pensar y formarse fuese un delito contra el Corán. Sólo indicarlo resulta terrible.
Otro elemento clave de la clase de sociedad que se pretende erigir, controlada, subordinada y totalitaria se ve reflejado en la situación de los medios de comunicación. Según la asociación de periodistas independientes de Afganistán, 300 medios se vieron obligados a cerrar sus puertas y 5.000 periodistas (la mayoría mujeres) perdieron su trabajo. Se acabó la prensa libre. Del mismo modo, se obligó a las ONGs que quedaron en el país para atender a los más vulnerables a desprenderse de las 50.000 afganas colaboradoras con las que contaban, vetando, incluso, la presencia de trabajadoras extranjeras, salvo excepcionalmente, para temas educativos o/y sanitarios.
En suma, la situación general de país, en este sintético balance, es amarga y desastrosa (como ya lo fue en la primera etapa). En parte por las políticas arcaizantes de los talibanes (anteponiendo la fe a la dignidad de las personas) y en parte por los intentos de presión de los organismos internacionales que, tras fracasar en implementar un régimen democrático, han congelado los fondos exteriores del país y paralizado parte de sus compromisos de colaboración, hasta que las autoridades de Kabul rectifiquen algunas de sus políticas más lesivas. Sin embargo, los fanáticos no se han dado por aludidos y quien padece la escasez, la miseria y la desesperación, una vez más, es un pueblo afgano sometido a la brutalidad y al más feroz integrismo. Claro que también, a la hora de repartir culpas, habría que achacar a la incompetencia de la ONU el no haber impedido el tremendo error de haber dejado a su suerte este extenso territorio, permitiendo la retirada de la fuerza internacional y, en consecuencia, el colapso de las jóvenes e inmaduras instituciones. Así que los que más han sabido aprovecharse de esta labor emprendida para recuperar el entramado institucional y la mejora de las condiciones de vida de la población han sido talibanes, en su fulgurante regreso.
Comoquiera hay que lamentar, entre tanto, la suerte de toda esa generación de mujeres que pudieron acabar o proseguir sus estudios en la universidad de Kabul y convertirse en médicas, juezas o fiscales, incluso participando en calidad de ministras en el Gobierno, y que pudieron ser los pilares de un futuro diferente para Afganistán. Pero no tuvieron tiempo de consolidarse y, en su mayoría, cuando los talibanes recuperaron el poder se vieron obligadas a huir, exiliarse u ocultarse (a riesgo de sus propias vidas) para seguir siendo la luz (por débil que sea) que reivindique la dignidad de las mujeres afganas.
Dos años han transcurrido y los talibanes no han aflojado el lazo de una sociedad que ha visto como ha sido maltratada de manera reiterada por enemigos tantos externos como internos y que, ahora, gracias a su nefasto gobierno ha vuelto a caer en los indicadores de desarrollo y derechos a sus niveles más bajos. Desde luego, la perspectiva del país no es nada halagüeña. La presión que se ejerce contra Kabul para que rectifique (y se le reconozca, como aspira, a nivel internacional) no ha provocado los resultados esperados, sino un radicalismo más atroz, brutal y desesperado. Y la complejidad étnica y religiosa sólo puede traer consigo que las minorías puedan ser el blanco de su ira (a lo que hay que añadir el factor del grupo terrorista vinculado al Estado Islámico). Los datos son ilustrativos de la debacle. Según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur) se calcula en 5,7 millones los refugiados afganos que han sido cobijados en países fronterizos, huyendo de los talibanes. Podrían ser incluso más. Y de los que aún permanecen en Afganistán, 28 millones de afganos (de 42 millones de población total) subsisten gracias a la ayuda humanitaria externa que reciben. Escalofriante. Este dato dice suficiente.