Parece evidente que la política determina más, a nivel público, la idea que ostentamos del pasado que la propia historiografía. El uso y abuso del ayer por parte de ciertos dirigentes está siendo, desde luego, muy recurrente hoy día. Es un instrumento demagógico demasiado importante para obviarlo, sobre todo, cuando hay que regodearse en los logros patrios y, de esta manera, sacar a colación las vanaglorias nacionales. Pero también es muy contradictorio, porque la Historia está llena de capítulo oscuros que, desde luego, gusta muy poco o nada recordar, por útil, necesaria y crucial que sea para avanzar como Humanidad. Por eso, para Polonia, hablar de los campos de exterminio polacos es un delito, tanto como el querer investigar sobre la colaboración de sus ciudadanos en la persecución de los judíos durante la ocupación nazi. Es su manera de blanquear ese capítulo tan terrible en aras de una mirada nacionalista que no puede admitir que sus ciudadanos pudieran actuar de forma deleznable.
Por su parte, Rusia ha optado por ignorar las denuncias de crímenes cometidas por sus tropas en Chechenia en los años 90. Nadie fue juzgado por dichos abusos, el silencio fue tal que la gran periodista Anna Politkovskaya, que lo denunciara, acabó siendo asesinada. Así mismo, el presidente ruso Vladimir Putin utiliza como gran referente simbólico a Stalin, el gran líder que derrotó al nazismo en la Gran Guerra Patriótica, y esconde, a la vez, bajo la alfombra sus infinitos crímenes. Del mismo modo, en España, el tema de la memoria histórica ha provocado unas lecturas opuestas sobre el significado de la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo, incapaz la derecha, todavía, de aceptar el consenso sobre aquellos hechos en su pugna presentista. El hecho de haber conservado durante tanto tiempo la momia de Franco en su mausoleo particular, el Valle de los Caídos, es muy revelador de la cobardía del país a la hora de encarar la memoria amarga de la dictadura y no digamos de su política represiva.
Pues bien, otro caso muy recurrente es y seguirá siendo el exterminio armenio. La decisión del presidente de EEUU, John Biden, de calificarlo, en el día de su aniversario (el 24 de abril) como “genocidio” no ha sentado nada bien a su homólogo turco, el presidente Erdogan, que no esperaba recibir un “insulto” semejante, tras haber evitado siempre la Casa Blanca pronunciarse de una forma tan taxativa al respecto. Ningún otro presidente, salvo Ronald Reagan (que hizo una alusión, aunque acabaría por retractarse), ha situado lo ocurrido en la Primera Guerra Mundial en esta categoría. Sin embargo, por muchos paños calientes que se quiera poner al asunto los horrores que se dieron no pueden describirse de otra forma. Entre 1915 y 1917, las autoridades otomanas temieron que el pueblo armenio, que estaba bajo su dominio, les traicionara en su lucha contra Rusia, debido a su afinidad religiosa y a los prejuicios latentes contra esta minoría. Eso trajo consigo que los militares turcos tomaran una de las decisiones más crueles del siglo XX: el desplazamiento de forma forzada de miles de armenios hacia Siria, alejándolos de la frontera. Pero el traslado fue una marcha de la muerte cuyo destino cobraría una dimensión más funesta: la aniquilación de toda la población. En ese periplo tan inhumano de civiles indefensos se produjeron asesinatos, fusilamientos, violaciones y muertes por agotamiento, todo para conducirlos al desierto sirio…
La Historia lo cataloga como el primer genocidio contemporáneo registrado (aunque se dieron otros en África previamente, si bien, su naturaleza fuera diferente), con 1,5 millones de muertos. Tras el fin del imperio otomano, se procesaron a algunos de sus responsables, pero Estambul jamás ha admitido que esta tragedia tuviera lugar. Como mucho, admite el fallecimiento de 300.000 personas; fue una masacre, aducen, pero no un genocidio. Pero los historiadores no dicen lo mismo. Este reconocimiento por parte de Biden llega en el peor momento y no parece augurar nada bueno, con una Turquía desatada en su política internacional.
El presidente norteamericano aspiraba a apaciguar al amigo turco, sobre todo, para no tensionar más las relaciones en el seno de la OTAN, pero lo cierto es que esta afrenta no la pasará Erdogan por alto. Todo apunta a que Turquía ha escogido un camino en el ámbito internacional desligado del bloque occidental, y el sensible tema armenio solo ayudará a que la fisura sea irreconciliable. Pero, al margen de esto, es muy llamativa la tardanza, nada menos que un siglo, con la que la Casa Blanca ha admitido este hecho, a pesar de la enorme sensibilidad que siempre ha cobrado con el Holocausto judío. No son ni mucho menos iguales, pero sí cobran una naturaleza similar. Ahora bien, no nos distraigamos del tema principal como es la idea seudoromántica a la que somos tan dados de ofrecer sobre el pasado nacional. Por desgracia, el devenir de las sociedades ha venido estrechamente vinculado a la violación sistemática de los derechos humanos y a infinidad de crueldades, a los que somos más propensos de lo que queremos admitir. Por ejemplo, EEUU se horrorizó ante los casos de torturas cometidos en la prisión de Abu Ghraid por militares estadounidenses, si bien eso no ha evitado mantener abierta la cárcel de Guantánamo, al margen del derecho internacional. Claro que el no reconocimiento del genocidio armenio por parte de los turcos no responde a impedir un intento malicioso de reescribir la Historia, como denuncian, sino a su negativa a reconocer un oprobio de tales dimensiones. Y esta actitud afín a tantos estados o gobiernos (no solo es exclusivo de los turcos), la propensión de ocultar capítulos ominosos, no solo es preocupante sino peligrosa, porque muestra su incapacidad de mirar al pasado con equidad y empatizar con el sufrimiento de las víctimas.
Lo sensato es pedir perdón y aceptar las culpas, porque solo de este modo podremos exorcizar dichos males (el odio y el dichoso fanatismo) y no acabar siendo nosotros las futuras víctimas…