El recién publicado informe La acción humanitaria en 2022-2023: La emergencia climática agudiza otras crisis elaborado por el Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH) y Médicos sin fronteras (MSF) nos ofrece, un año más, un balance valioso pero poco halagüeño de los grandes desafíos actuales. Y eso que no viene a incluir, en toda su dramática dimensión, la crisis en Oriente Medio. En todo caso, además de la continuidad de la guerra en Ucrania, se ha producido toda una suerte de tragedias naturales que han afectado a miles de personas, por un lado, a Pakistán y Libia, en forma de incendios e inundaciones, y por otro, a Turquía, Siria, Marruecos y Afganistán, en forma de terremotos, a lo que habría que añadir los efectos generales que implica la alerta climática a nivel global.
En cifras concretas, el informe constata que entre 2022 y 2023 se han aportado 46.900 millones de dólares en ayuda humanitaria, unos 10.000 millones más que en 2021. Esto ha motivado un déficit importante, al cubrirse únicamente el 58% de los requerimientos de la ONU. Muchos de los proyectos han quedado en menos del 50% de la subvención estimada para ser completados. Otro aspecto muy relevante a tener en cuenta, según se destaca es que “la ONU pierde peso como legítimo representante de la comunidad internacional y capacidad para hacer frente a los problemas actuales” (p. 11). Ha quedado claro en Gaza, donde Naciones Unidas ha sido incapaz, a pesar de contar con un amplio respaldo internacional, de impulsar un alto el fuego permanente y restablecer un mecanismo de ayuda humanitaria suficiente para atender la dramática situación de la población civil afectada.
La tragedia palestina sigue y es muy difícil calibrar el mal cariz que están tomando tales acontecimientos. De hecho, cuando llegue el momento de reconstruir la Franja, será cuando se contemplen y calibren con exactitud las dimensiones de todo el horror y destrucción, tanto material como humano, que la operación militar israelí ha provocado. En el informe, también se advierte del peligro que supone la pugna entre Estados Unidos y China por la hegemonía mundial, donde tanto la Agenda 2030 como los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) han perdido primacía.
Así, tristemente, de las diversas crisis que se han ido produciendo a lo largo de 2022, diez de ellas han acaparado las dos terceras partes de los medios disponibles. Ucrania encabezaría esa lista, seguida de Afganistán, Yemen, Siria y Etiopia. Otras cifras que deberían ser muy preocupantes y que llaman la atención residen en que a lo largo de 2022, 406,6 millones de personas, repartidas en 82 países, han necesitado ayuda humanitaria, 107,5 millones se contabilizan como desplazados forzados (Ucrania, Somalia y Myanmar), y destaca el área de África Subsahariana como la región con el mayor número de desplazados (en 10 países, 7 de ellos clasificados como de menores ingresos). Así mismo, 265,7 millones de personas (repartidas en 60 países), padecen inseguridad alimentaria severa, más del doble que cuando se produjo la pandemia, provocada por el conflicto en Ucrania (al reducirse las exportaciones de cereal). En consecuencia, la desnutrición se ha incrementado en un 50% en tan solo un año (2021-2022).
Otro punto que afecta de forma especial a países como Nigeria, Somalia, Sudán del Sur, Sudán y Yemen son las dificultades que tienen las agencias humanitarias en hacer llegar la ayuda ante la inseguridad e inestabilidad que se vive en ellos. A lo que se añaden las manidas políticas que se siguen en la lucha contra el yihadismo en el Sahel, y que tiene que ver con que se ha disuelto la delgada línea que separa el concepto de conflicto armado y terrorismo en ciertos países. A simple vista podría ser inocua, pero no lo es porque afecta a los integrantes de organizaciones de esta ayuda. Se pone en relieve como se han aprobado leyes antiterroristas tan severas que “penalizan la asistencia médica y humanitaria a los combatientes” (p. 13). Las ONGs que intentan acceder a ciertas zonas y negociar con ciertos grupos armados (sean calificados o no como terroristas) para asistir a la indefensa población civil son criminalizadas, ignorándose que el humanitarismo se rige por criterios de imparcialidad y que debe llegar a todas las partes afectadas o expuestas a la violencia. La misma MSF ha visto como varios de sus integrantes eran encarcelados en Camerún acusados, de forma totalmente injusta y arbitraria, de colaborar con los rebeldes.
Se cierra, la parte general del informe poniendo de relieve tres indicadores que deberían servir de reflexión y mayor atención. Uno, se han reducido las partidas destinadas al desarrollo, lo que acentúa la dependencia de ciertos países a la ayuda externa (y como se ha comprobado tan desigual y deficitaria). Dos, se han tenido que incrementar los presupuestos dedicados a la acogida de refugiados en países de destino (lo que sustrae recursos para asistir e implementar políticas activas en sus lugares de origen). Y tercero, y no menos significativo, el incremento extraordinario del presupuesto para atender a las poblaciones afectadas por catástrofes meteorológicas y ocho veces superior a lo que era hace veinte años. No hay duda de que la ayuda humanitaria es más necesaria hoy que nunca.
Paradójicamente, dándose situaciones en el mundo actual ya bastante críticas, el ser humano las agrava todavía más de manera sangrante e inútil, como en los conflictos de Ucrania y Gaza, por lo cual, ante las mayores necesidades de impulsar y sufragar programas básicos para la subsistencia de poblaciones, la posibilidad de incrementar sus niveles de vida y seguridad es cada vez más difícil de llevar a cabo. Así, una cuidadosa y pormenorizada lectura de este valioso informe deberá ofrecer a los gobiernos una panorámica más completa de la realidad mundial existente. Hacerles entender que las urgentes necesidades son cosa de todos como Humanidad o, de lo contrario, nos aguarda un futuro oscuro e inquietamente más incierto.