Un polémico monumento osario de 20 metros de altura fue erigido en 1939 con el motivo de homenajear a las tropas italianas fallecidas en las operaciones que contribuyeron a la toma de Santander, en 1937. Este extraño edificio albergó los cuerpos de 360 soldados trasalpinos, hasta 1971, cuando fueron mayormente repatriados o enviados al mausoleo erigido, en la Iglesia de San Antonio de Padua, en Zaragoza, donde reposan los cuerpos de otros 3.000 italianos que murieron en la Guerra Civil. Durante aquellos años, el terreno estuvo bajo la soberanía de Italia, como servicio por la contribución de Mussolini a la ayuda que prestó a Franco. Desde 1969, del conjunto se hizo cargo la Asociación Hermandad de la Rivera de Herbosa. Ahora bien, hasta la actualidad, el lugar se hallaba abandonado. Lleno de grafitis y sin que ninguna autoridad mostrara interés alguno por su conservación o cuidado, la controversia ha acabado por alcanzarlo.
Ante la posibilidad de que la aplicación de Ley de Memoria Democrática obligue a su demolición, la Junta de Castilla y León lo ha declarado bien de interés cultural (BIC). Así, el portavoz de la Junta, Carlos Fernández Carriedo, del PP, elogiaba “su diseño y los valores estéticos, arquitectónicos y paisajísticos”. Palabras. El consejero de Cultura, Gonzalo Santonja, de Vox, elevaba aún mayor sus atributos por “su valor histórico”, remarcando, además, su singularidad arquitectura.
Ahora bien, según la citada ley, se deben retirar o desmontar todos los monumentos cuya finalidad sea la “exaltación de la sublevación militar y la dictadura, de sus dirigentes, participantes (…)” incluidas “las unidades de colaboración entre el régimen franquista y las potencias del eje durante la Segunda Guerra Mundial”. Pese a todo, Fernández Carriedo justificó que la decisión de darle esta categoría de BIC vino dada por una argumentación muy buena de un particular que no quiso revelar. Habría sido justo saberlo. Claro que no es la decisión que quería escuchar la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), que denunciará el caso a la fiscalía correspondiente al entender que el lugar es un “homenaje al ejército fascista de Mussolini” y, por ello, contribuye a “humillar a las víctimas de la dictadura franquista”. Lo único cierto es que lleva tiempo en el candelero la suerte de este monumento del que pocos sabían de su existencia y aún menos su significado (si se pasaba por el lugar, subiendo al puerto del Escudo). Desde luego, el debate está servido.
El PP y Vox se han enrocado en salvar lo que pueden de ese pasado, pero sin dotarle del valor que deberían darle como recordatorio de lo que jamás debería volver a ocurrir. De la misma manera que no se puede volar o destruir el Valle de Cuelgamuros, por sus dimensiones y lo que ello supondría, no estaría de más, a pesar de las leyes memorialistas, conservar algún que otro monumento para dotarles de un nuevo significado democrático. Cierto es que ante las dimensiones del oprobio, humillación y persecución que sufrieron las víctimas de la dictadura década tras década, una legislación que atendiera sus necesidades y su dignificación era muy necesaria. Pero de ser demasiado exagerados con ella, corremos el riesgo de adulterar ese mismo pasado, borrando todas sus huellas, cuando es necesario conservar las molestas. Hoy en día, el campo de concentración de Auschwitz es el mayor monumento en favor de las víctimas del Holocausto. Conservarlo, mantenerlo y que prevalezca en el tiempo para que las siguientes generaciones puedan visitarlo se ha convertido en algo crucial para la memoria histórica europea.
¿Podría ser que una ley de memoria acabara desmontando el museo porque se considera una apología del horror nazi? ¡No! Sería impensable. Por lo mismo, para el caso que nos ocupa, habría que decir que la pirámide italiana no tiene valores estéticos ni paisajísticos ni nada parecido sino que muestra la colaboración fascista con la España de Franco en su fin de destruir la España republicana. Ese lugar es emblema de una batalla, la que implicó la toma del frente norte, en el que murieron miles de españoles por defender un ideal contra otros que pretendieron destruirlo. No debería darnos miedo, ni provocar vergüenza ni humillación conservarlo, siempre y cuando las autoridades se hiciesen cargo del mismo, lo resignificasen adecuadamente y ayudasen a convertirlo en un espacio de contramemoria. Muchos de aquellos jóvenes italianos que pagaron con su vida participar en la Guerra Civil merecen ser recordados para que su inútil sacrificio no sea repetido. Esa deberá ser la lógica para mantener vivo el lugar, para que no sea sólo un frente político de escarnio más entre derechas e izquierdas.
Esa pirámide es un hito de todos, representa una guerra atroz, un momento de barbarie y locura, un enfrentamiento entre fascismo y democracia. Suprimirlo es tanto como negar ese ayer, como si no hubiese realmente existido. Para los historiadores el debate sobre la memoria resulta hiriente y hasta peligroso. Porque el valor del recuerdo viene dado por los significados que otorgamos a una colección de lugares e hitos que deben perdurar; por molesto y traumático que sea su recordatorio, la alternativa sería la desmemoria. En la actualidad, la batalla por Santander es un capítulo muy lejano y hasta casi anecdótico de la contienda, del que los jóvenes españoles deberían saber algo y poder observar, más allá de los libros de Historia, la implicación de los italianos en ella.
Así que no son las razones del PP y de Vox las que deberían hacer de esa pirámide, sin ningún valor artístico, un espacio conmemorativo, sino por las otras expuestas: el valor de la memoria. Para que la intolerancia y los prejuicios no acaben por desembocar en odios ideológicos tan furibundos que deriven en una ruptura de los espacios de convivencia nacionales. Eso sí, conservar esos registros del pasado incólumes como pretenden el PP y Vox no sirve de nada. Hay que dotarles de un simbolismo democrático, contra la tiranía y baluarte imperenne de la dignidad humana.