En el momento más dulce de su carrera deportiva, Novak Djokovic, a sus 34 años, y sin un rival demasiado serio para impedirle conquistar, seguramente, un puñado más de Grand Slam en estos años que le restan de madurez y plenitud física, el núm. 1 del tenis mundial decidía no vacunarse. Pensó que retorciendo un poco la justicia aquí y allá no tendría que hacerlo, y se presentó en Australia para disputar el Open. Es el vigente campeón. Sin embargo, el país más grande de Oceanía se halla inmerso en plena ola de contagios y, precisamente, la llegada de Djokovic abanderando a los negacionistas no parecía ser lo más adecuado para implementar una vacunación masiva de la población.
Tras ser internado en un hotel (en una jaula de oro), ser liberado y permitir entrenar unos días en las instalaciones deportivas, y comparecer, de nuevo, ante los tribunales, finalmente fue expulsado. Muchos compañeros de raqueta no dudaron en considerar que era justa y legítima la decisión. Hay que atenerse a las reglas. O te vacunas o no juegas. La rivalidad era una cosa y, desde luego, la salud pública otra bien distinta. Ahora bien, mientras se resolvía su caso, una parte muy significativa de la sociedad serbia se movilizaba en favor de la mediática estrella. Djokovic nunca ha dejado a nadie indiferente, carismático, elegante y gran imitador de sus compañeros, se ha consolidado como una de las mejores raquetas del mundo, igualando a Federer y Nadal en la consecución del Grand Slam. Si conquistaba el torneo en Melbourne, se auparía en solitario a lo más alto del Olimpo de los dioses del tenis.
Pero, ¿esa maestría con la raqueta le hace inmune a la pandemia? No.
Hay que tener mucho cuidado, siempre se ha dicho así, con qué clase de ídolos contamos. Los ídolos deportivos, con su brillante imagen del triunfo, el logro y superación que resultan tan atractivos y que están muy presentes en las sociedades son los nuevos gladiadores del siglo XXI (pero, por suerte, en sus espectáculos no corre la sangre). Así, los jóvenes, pero también los adultos, tienden a identificarse con ellos e, incluso, a emularles, son sus referentes. Pero todos ellos son iconos de barro, porque no dejan de ser seres humanos con sus fragilidades y debilidades. No son dioses infalibles, son personas que envejecen, yerran y actúan como cualquiera de nosotros. Eso no impide que sus triunfos sean percibidos con un sentimiento de euforia compartida. Pero ganar es lo sencillo, lo difícil siempre es comprometerse, actuar con madurez y no dejarse llevar por la vanidad o el ego proveniente de la idolatría social. Y aunque el tenis, mayormente, no deja de ser un deporte individual, salvo cuando juegan a dobles, o juegan la Copa Davis o las Olimpiadas, su identidad nacional influye, como en todo evento deportivo, insuflando orgullo patrio. En este caso concreto, la nacionalidad de Djokovic es serbia, un país centroeuropeo, de gran tradición deportiva. Pero además disfruta, como no podía ser menos, el poder contar con un titán de la raqueta. Por eso su expulsión, se ha sentido como un ultraje, y el tenista ha sido recibido como un auténtico héroe… lo cual nos lleva a pensar qué clase de heroísmo estamos avalando.
Seamos lógicos, Djokovic ha jugado con fuego. Se resistió a recibir la vacuna contra un virus que se ha propagado como la pólvora por el planeta, matando e infectando a millones de personas. A nivel individual, el serbio puede actuar como le dé la gana. No cree en las vacunas, muy bien, pero su problema es que no es una persona corriente, no es uno más de otros tantos que reniegan de las mismas, hasta que les toca sufrir la pandemia, por no se sabe qué paranoia conspirativa. Y, por lo tanto, debe atenerse a las consecuencias. No puede actuar como si no le afectara, además, es un personaje público, por lo que influye su actitud en otros. Es, por eso que en Serbia, en vez de haberle recibido con tanto candor popular, ofendidos por el fecho hecho decisión por justicia australiana a su estrella, deberían haberlo hecho con abucheos. No se trata de estigmatizar a nadie, pero tampoco de banalizar una realidad tan preocupante. Hemos pasado por un confinamiento que nadie sensato desea que se repita; amén de las víctimas, la pandemia está arruinando a empresas y negocios, temiéndose la vuelta al colegio de millones de escolares y docentes, y el encontrarnos con casos tan notorios como estos, que niegan sus devastadores efectos, sorprende y preocupa.
A nivel privado pueden recelar de las vacunas, pero a nivel social no pueden actuar a espaldas de la misma sociedad de la que forman parte y de la que nutre para dar lustre a sus logros deportivos. En estos casos, la decisión australiana ha sido muy acertada. No cabían las medias tintas. Y las alegaciones de los abogados de Djokovic fueron desestimadas. De hecho, el serbio, consciente o no (aunque adjudicó la culpa a sus asesores), mintió, y eso sí que es preocupante. Si realmente el tenista hubiese tenido un poco de sentido común, habría confesado la verdad, desde el principio. Y, aun así, igual tampoco le hubiese eximido y hubiera acabado igual, expulsado, pero no revelando una mezquina personalidad. La corte australiana ha sido valiente, a pesar de la presión mediática exterior (porque sus ciudadanos lo tenían claro, la mayoría pensaba que había que negar el visado al serbio) que ha pendido sobre el caso. Pues nadie está por encima de las normas, ni de las responsabilidades.
Claro que su equívoca actitud y los vanos intentos de engaño hayan sido orillados por los serbios, porque es uno de los suyos, es incomprensible. Si Djokovic fuera el portador de un virus mortal que pudiera afectar a las familias de los que le jalean, ¿no sería su reacción muy diferente? Y si en vez de ser el núm. 1, fuera el número 300 del ranking, ¿habría habido la misma reacción? Lo dudo. Es necesario que comprendamos que los ídolos deben ser modelos de conducta y que, en el momento en el que dejan de serlo, entonces, habría que retirarles esa vitola de seres intocables.