Una funesta noticia nos acompaña en este cierre de año. El Tribunal Supremo ruso ha dictaminado la disolución de la ONG Memorial Internacional, el único organismo independiente que se encargaba de velar por una memoria justa y reparadora del pasado en el país. Este ha sido, sin duda alguna, el golpe de gracia a uno de los últimos vestigios de conciencia existente en la Rusia ordenada, disciplinada, callada y resiliente de Putin. Finalmente, en lo que podría calificarse de una farsa de proceso, Memorial, nacido de los últimos estertores de la URSS en 1987, ha sido acallada por el momento.
La ONG, desde su creación, tenía como principales objetivos suplir lo que el Estado ruso no ha sido capaz de asumir, como es la investigación de los crímenes de la represión soviética, pero también los actuales, como las violaciones de los derechos humanos, tanto en Chechenia como en otros lugares. Ante la incomodidad de su labor, el Gobierno ruso la declaró, en 2016, agente extranjero, porque la mayoría de las ayudas que subvencionan su trabajo proceden del exterior. Claramente, el Estado ruso no ha aportado ni un rublo a su misión. Y este hecho ha sido aprovechado de forma flagrante para, por un tecnicismo, acabar con ella. ¿Cómo ha sido eso? Pues por ley estaba obligada a etiquetar todos sus documentos y publicaciones (tanto digitales como en papel) advirtiendo de su circunstancia de ser agente extranjero (y de esta manera, estigmatizarla a los ojos de la opinión pública). A pesar de una enconada y gallarda defensa por parte de los abogados de la ONG en la subjetividad y variabilidad de las disposiciones de la mencionada ley, no ha sido suficiente.
La perversa maniobra perpetrada por la Fiscalía ha dado resultado, y nos recuerda a los Tribunales populares nazis, en las que el acusado estaba condenado de antemano. Su terrible e inapelable delito siempre solía ser el mismo: criticar los abusos del poder (aunque fuera con la mera publicación de unos panfletos, como les sucedería a los hermanos Scholl en la Universidad de Múnich, en 1943). Así, para el fiscal, Memorial ha mostrado una flagrante falta de colaboración y de no querer subsanar sus errores, ni rectificar cuando se le ha pedido. No ha hecho falta más, la mera acusación ha bastado. Pero la Fiscalía fue más lejos, desvelando sus verdaderas intenciones, no solo se le culpaba de un alevoso incumplimiento de la ley (lo cual solo redundaba en perjuicio de la propia ONG, por lo que no tenía sentido), sino de su redundante y perverso antipatriotismo, su labor en los siguientes términos: “¿Cuál es el beneficio para los niños? ¿Necesitamos esas lecciones de historia? ¿Por qué nosotros, los descendientes de los vencedores, debemos sentirnos avergonzados en lugar de estar orgullosos de un pasado glorioso? Probablemente, alguien pague a Memorial por esto”.
Se constataba que lo que exasperaba y llevaba a esta efectuar esta retorcida acusación es la de negarse a aceptar las ominosas páginas oscuras del estalinismo, régimen con el que tanto se identifica Putin. Desde luego, no ha sido ni, seguramente, habrá de ser la última vez, por desgracia, en la que la Rusia de Putin persiga a quienes abordan la verdad con rigor, adulterando de forma perversa la realidad acaecida, blanqueando y negando tanto sufrimiento. Sin ir más lejos, el historiador Yuri Dmitriev, que estudiaría las fosas comunes de Stalin, acabó en prisión acusado de pedofilia, lo mismo que Serguéi Koltyrin, otro estudioso del terror soviético.
El control de la Historia y su reescritura de una manera muy determinada (como tan bien se puede observar en los recientes filmes de propaganda bélica rusa sobre la Gran Guerra Patriótica, estrenados en sus salas de cine) se ha convertido para Putin -como es siempre para todo autócrata fabulador y obsesivo- en una misión en la que no va a permitir que se saquen a relucir los crímenes y las barbaridades cometidas en nombre de Rusia por quien sea, porque considera que eso daña la imagen del país. Sin ir más lejos, en agosto de este año, ordenaba crear la Comisión intergubernamental sobre la educación histórica, cuyo cometido no va a ser otro que “prevenir los intentos de falsificar la historia” y “dañen los intereses nacionales de Rusia”. También aprobó otra ley en la que se prohibía comparar la URSS y el Tercer Reich, sobre todo, enfatizando el advertir el riesgo de mencionar el pérfido acuerdo secreto Ribbentrop-Molotov que llevó a Stalin a pactar con Hitler el reparto de países y respectivas esferas de influencia. Es más que evidente que el cierre de Memorial es parte de una campaña orquestada para orillar cualquier crítica al pasado vaciando a la Historia de su crucial sabiduría y conciencia; una Historia que, todo hay que decirlo, deja de cumplir su magisterio como ciencia humanista en cuanto se dispone como instrumento para reforzar o garantizar las estructuras del poder.
En otras palabras, cuando la Historia se diluye como mera propaganda. Y al renunciar al valor de esta disciplina lo único que trae consigo es que se despeja a los ciudadanos de su voluntad individual, abocándolos a la sumisión y a la aceptación resignada de la autoridad de unos poderes arbitrarios y despóticos, a los que deben servir diligente o resignadamente por mal que lo hagan. Por semejantes motivos se dio lugar a la Revolución de 1917 o se produjo el colapso de la URSS en 1991. Rusia, en vez de aprender de su Historia, la desatiende, vuelve a pintarla con unos colores chillones que solo encubren la pobreza y miseria que envuelve su soporte.
Por consiguiente, la decisión tomada por la justicia rusa solo va en detrimento de que los rusos puedan encontrarse algún día consigo mismos, aceptándose como son y dándose cuenta de que cuanto más se quieren esconder los horrores que en el nombre de Rusia se dieron, más se irán acumulando. Porque no solo se pretende engañar inútilmente a la razón y los sentidos, sino, ante todo, a la conciencia. Rusia es y seguirá siendo siempre un hermoso país cuyos gobernantes, desde luego, no se merece.