Rusia está poco a poco perdiendo la batalla de la desinformación, pero eso no evita valorar y estimar con cautelas algunas de las noticias que nos llegan del frente ucraniano. Se han mostrado imágenes de presuntos crímenes de guerra, pero, desde luego, no se puede hablar de genocidio (es un concepto diferente, igual de terrible, pero escalofriantemente peor), con todo, es un parco consuelo, porque no se debate sobre la suerte o las características de objetos inanimados, sino de seres humanos que sufren y mueren, de víctimas inocentes. La estrategia del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, de hacer visible el conflicto está dando sus frutos, logrando y consiguiendo una ola de simpatías y solidaridad increíbles. Hasta los países más reticentes al envío de armas, (que representa más combustible para alimentar el terrible fuego de la guerra), están convencidos de que es la única forma de impedir que Rusia engulla a Ucrania. Y resistir, ahora mismo, para Kiev es vencer.
Con el paso de los días y las semanas, la evolución del conflicto ha llegado a un punto en el que no solo hay que ganar voluntades, sino observar los estragos que este han provocado. Si en su inicio Putin se excusaba en las hipotéticas y no demostradas atrocidades ucranianas contra la población del Donbás, hoy, en cambio, la actuación del Ejército ruso sobre el terreno ha traído consigo una serie de graves denuncias por parte de Kiev sobre la actuación y comportamiento de las unidades rusas sobre el terreno. Zelenski ha interpelado al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para que impulse un proceso “como el de Núremberg”, para juzgar lo que él estima como los “peores crímenes de guerra desde la II Guerra Mundial”, aunque ya se dieron otros igual de feroces en los territorios de la extinta Yugoslavia o en Chechenia (nuevamente, llevados a cabo por las fuerzas rusas). Interpelaba a que la ONU diera un paso adelante si creía que todavía el derecho internacional tiene algún valor y que actuara en consecuencia.
Claro que no es tan fácil como parece. Rusia no es cualquier país y Putin, guste o no, sigue siendo su presidente. Sin embargo, la imagen de los rusos no deja de dañarse cada día que pasa. Como el control de los medios de comunicación es absoluto, nada de todo esto saldrá en sus noticias o, si lo hace, lo hará desde un punto de vista sesgado y retorcido, pero los indicios de que se ha matado y asesinado a población civil es un hecho, aunque Moscú se empeñe en negarlo y en replicar señalando que tales acusaciones son “un montaje monstruoso”. Sin observadores imparciales, hay que tomar con cautela ciertas aseveraciones, pero la forma que han tenido en el pasado las unidades rusas de actuar (en Chechenia, sobre todo) permite pensar lo peor. Y, desde luego, con cuatro millones de desplazados, decenas de ciudades destruidas o ya bombardeadas, con miles de civiles muertos, la defensa de Moscú de su intachable honorabilidad parece muy poco consistente.
Pero si, realmente, los ucranianos están mintiendo, lo sensato y lo más lógico es no haber provocado la contienda y, por descontado, detenerla ahora mismo. Su maldita operación se les ha escapado por completo de las manos. De hecho, Zelenski denuncia recurrentemente toda una serie actos atroces perpetrados por los soldados rusos, como violaciones o asesinatos por mera diversión, en las zonas ocupadas, donde se han detectado, además, un sinfín de “fosas comunes”. Confirmaba tales crímenes con imágenes tomadas en las ciudades de Irpin, Dimerka, Mariúpol o Bucha.
Desde luego, no es nuevo que la guerra saca a relucir lo peor de la naturaleza humana. Tras su intervención en la Asamblea, Zelenski se ha dirigido, por videoconferencia, a las Cortes españolas. Aquí, en quince minutos, ha sido claro, encontrando en el bombardeo de Guernica un paralelismo simbólico muy recurrente: “Estamos en abril de 2022, pero parece abril de 1937”. A su término, sus palabras han sido respondidas con un sonoro aplauso. Pero hay quien en vez de valorar los hechos que denuncia, ha tratado de escamotear su significado, como el ultraderechista Felipe Utrera-Molina, hijo de un exministro de Franco, que, en un tuit, tras indicar que en la villa solo murieron entre 150 y 300 personas, señala que los rojos mataron a muchos más en Paracuellos (¡cómo no!), volviendo a demostrar que a la derecha española le produce urticaria cada vez que se esgrime el simbolismo universal de Guernica.
En paralelo, el eurodiputado por Vox, Hermann Tertsch, en esta misma línea, en otro tuit, afirmaba: “Zelenski no sabe que la iconografía de Guernica es pura propaganda de guerra”. ¿Solo? ¿Acaso no se produjeron víctimas en la villa vizcaína? Y añade que “en Guernica murieron menos que en un ataque a cualquier pueblo en Ucrania. Sabe de la guerra civil según Stalin y nuestros colegios”. Da que pensar que Utrera-Molina y Tertsch no sean capaces de excusar las posibles imprecisiones (aun cuando tampoco era así) de un hombre que está comprometido con la supervivencia de su país. En sus enfermizas obsesiones se empeñan en impartir lecciones de historia, aunque sean ellos los equivocados. Da igual si en Guernica murieron 1 o un millón de personas, sino que se atacó a un núcleo de población civil indefenso. Y lo que es peor, los franquistas se dedicaron a negar por activa y por pasiva su responsabilidad, como hace Rusia hoy. Desde luego, Guernica no es comparable en muertos a Dresde, Hiroshima, o Paracuellos, pero cuando se trata de referirnos a las víctimas, andar debatiendo sobre las cifras es frívolo, mezquino e inhumano. Es posible que a Utrera-Molina le hubiese gustado más otra comparativa menos onerosa, pero Guernica es un lugar de memoria, un símbolo contra la barbarie (del signo que sea, dicho sea de paso).
Hoy esa barbarie se sitúa en Europa del este, ¡no fastidiemos!, no aquí. Es ruin que esos personajillos acomplejados que viven, comen y duermen maldiciendo a las izquierdas, no entiendan que el horror comienza en esa clase de fría insensibilidades.