Una vez más, no podría estar más en desacuerdo con el planteamiento del artículo de Juan Manuel de Prada (Semanal, 28-6-20), al que le he tomado su título. Arranca su disertación, como es de rigor, con fuerza, recordando un episodio muy singular, la voladura de los Budas de Bamiyán, por parte de los talibanes, en 2001. Dos enormes figuras esculpidas en la piedra del siglo V o VI. A pesar de la presión internacional, los integristas procedieron a acabar con las milenarias figuras. Ahora bien, para De Prada esto es comparable al derribo de las estatuas de Lenin, tras el fin de la URSS, o ya en España, con las de Franco, en un, según él, “entusiástico frenesí”. Para el insigne escritor es más comprensible lo que hicieron los talibanes que los actos cometidos en Occidente contra tales estatuas, debido a que, como cualquier otra civilización, destruye las de sus predecesores mediante una “iconoclasia furiosa”. Todas menos la cristiana, según él, aunque es muy discutible. Que hubiese voces discordantes, guardianas del pasado, no significa que no hubiera voces fanáticas. Y lo mismo ha sucedido en el mundo musulmán, porque De Prada olvida que estas estatuas habían perdurado hasta ese momento, conviviendo con el Islam, durante siglos, hasta que aparecieron los fanáticos de turno. Nada tiene que ver con la imposición de una civilización sobre otra, sino de histrionismo sobre el respeto a la tradición cultural. Y De Prada prosigue con su discurso.
Así, mientras el mundo occidental (y oriental, porque Japón también quiso protegerlas) se rasgaba las vestiduras, “los derribos o remociones de las estatuas de Lenin o Franco no eran más que tediosos y archirrepetidos episodios propios del ocaso de cualquier civilización agotada”. Pero en esto se equivoca, también la remoción de las estatuas de ambos trajo cola. Y, en todo caso, resulta inapropiado comparar el aniquilar físicamente dos figuras únicas, con la retirada de una serie de repetidas y banales figuras de los padres de la patria… que, en algunos casos, han acabado como carne de museo o meros suvenires, porque eran cientos las reproducciones que, una y otra vez, poblaban las vastas planicies de Europa del Este o peninsulares de tales líderes.
Además, De Prada debería matizar que muchas de las esculturas de Lenin, por ejemplo, en Europa del Este se retiraron porque no solo representaban a regímenes totalitarios sino también a una memoria impuesta. Después de todo, el fin de la URSS y, sobre todo, el bloque soviético trajo consigo la recuperación de sus historias nacionales en los países del Este y su relación con Lenin no era tan directa como en Rusia. Y no digamos de Franco, el mayor criminal que ha pisado España. Pero el escritor va más lejos y considera que “las masas (…) con ridículo engreimiento (…) que de este modo borraban el legado de gobernantes que juzgaban tiránicos ignorantes de que en realidad lo estaban revitalizando (…) a la vez que facilitaban el advenimiento de tiranos mucho más taimados”. Podría ser cierto, pero ¿cómo saberlo? ¿acaso hay algún oráculo que determine el futuro? Nadie podía saber lo que iba a suceder en muchas de las extintas repúblicas socialistas, pero, en todo caso, el fin del comunismo significó para todos nuevas oportunidades. Otra cuestión es que el ser humano suele desaprovecharlas. En otras palabras, las pobres e infelices masas fueron engañadas de nuevo. De Prada insiste en comparar el escenario afgano y europeo, justificando más el daño que perpetraron los talibanes, aunque, una vez más, no parece que la comparativa sea acertada cuando afirma que fue la victoria de una fe frente a los “viejos ídolos”. En cambio, para el novelista, en Occidente, el derribo de estatuas de viejos dictadores revelaba, en el fondo, una “civilización moribunda”. Veinte años más tarde, asegura, la “fiebre iconoclasta” prosigue con las manifestaciones antirracistas.
Lo peor, para De Prada, es que estos nuevos ataques tengan como objetivo a Colón (entre otros, dicho sea de paso), el mismo que “incorporó a toda una raza a la única forma de fraternidad posible” y que muestra “la aversión a la civilización que los españoles llevamos a América. Que es la civilización que se instauró en el Gólgota”. Y concluye, unas líneas más abajo, con su pesimista y grandilocuente verborrea, refiriéndose a estos ataques iconoclastas como “expresión nihilista propia de este fin de civilización”. Pues bien, según el escritor llevamos ya mucho tiempo en franca decadencia y muy próximos al final del mundo. Desde luego, su mensaje no puede ser más pesimista. Pero no deja de ser un agorero más, que en su propio engreimiento cree o considera que la falta de fe es la que está arruinando nuestra civilización. Por eso, por lo que se deduce, admira a los talibanes que, por lo menos, son más coherentes con su apuesta por afianzar sus creencias frente a nosotros.
El problema es que también en esto se equivoca De Prada, no solo los talibanes son el signo de unos tiempos oscuros, sino también la perversión de una civilización islámica que es más que un destruye ídolos paganos. Los mismos que destruyeron los budas gigantes son los mismos que quieren detener el reloj de la historia, hacer retroceder a las sociedades en un mundo ideal y falso, trayendo consigo el rigorismo y la sumisión, no a Dios, sino a otros hombres, otra forma de esclavismo y volver a la caverna. En cambio, la retirada de las figuras exaltadoras del comunismo y del franquismo constituyen las claves de la evolución de la Humanidad que puede no ser perfecta, ni demasiado creyente en el cristianismo redentor, pero es mucho mejor que la que trajo consigo el colonialismo español a América. Tal vez, ese colonialismo no fue tan malo como lo pintan, ni tan cruel como el practicado en África por otros países, pero fue lo que fue, allí no se fue a civilizar sino a conquistar y obtener oro y plata a raudales. El hambre humana por someter a otros pueblos nunca debería ser digna de elogio, no hay nada civilizador en ello, solo imperialismo, lleno de fe, pero cruel y trágico.