Tradicionalmente, la historia de Suiza ha venido marcada por su status de país neutral en los graves acontecimientos que han sacudido la historia del siglo XX europeo. Un lugar agradable, bucólico y pastoril, de tolerancia y respeto, salvo por esa mancha gris que fue, en su día, el haber ocultado en sus bancos el oro o tesoros nazis arrebatados a los judíos. Sin embargo, ese tiempo ha pasado y ya ha dejado de ser un lugar con cuentas opacas, un paraíso para los delincuentes y se ha integrado cada vez más en Europa. Ahora bien, la imagen que se tiene del país, de paz y armonía, no responde a los hechos. Es mucho más complejo de lo que parece. Y del mismo modo, su sólido e intachable sistema democrático confederal, en el que los suizos no han sufrido crisis institucionales de envergadura, al no haber pasado por periodos de dictaduras ni revoluciones, es igual de vulnerable a los miedos sociales como el resto. Recientemente, el país votaba una iniciativa contra el burka y el niqab (una prenda que oculta el rostro de la mujer salvo los ojos), que era aprobada por una exigua mayoría del 51,2% de los votantes, pero suficiente para su ratificación. Si bien, el éxito de la moción ha tenido muy desigual acogida, ganando en las regiones conservadoras francófonas, mientras que en las grandes ciudades como Zúrich, Basilea y Ginebra, resultaba rechazada.
La iniciativa partió del grupo Egerkinger Komitee, vinculado estrechamente al derechista Partido Popular suizo (SVP). El Egerkinger Komitee ha cobrado como misión principal evitar la islamización del país. En 2009, ya logró impedir que se pudieran construir minaretes. Por eso, no dudó en centrar su campaña, de una forma agresiva, contra el velo islámico, identificándolo con el extremismo. En otras palabras, vetar el burka o el niqab era tanto como frenar la expansión de la ortodoxia integrista. Claro que antes de eso habría que preguntarse: ¿Hay una clara tendencia, en Suiza, a que las mujeres vayan cubiertas con el velo? Lo cierto es que no. La Universidad de Lucerna estimaba que en todos los cantones no llegan a la veintena o a la treintena las mujeres que portan el niqab, y, desde luego, ninguna hay que lleve el burka. Y quienes mayormente lo portan son visitantes extranjeras procedentes del área del Golfo Pérsico que vienen de vacaciones. Además, en un marco tan sensible como el actual, en el que se pone el acento en la defensa de los derechos de las mujeres, hay un grave error de percepción, porque la prohibición de llevar el velo no ataca, por sí misma, la base del integrismo y deriva, en cambio, en que la mujer musulmana que opte por llevarlo acabe encerrada en el hogar, al no querer salir de casa con el rostro descubierto…
¿Ayuda, por lo tanto, a las mujeres para integrarse en la sociedad y con ello arrinconar unas tradiciones arcaicas? No.
En realidad, la prohibición es un paso tan retrógrado como el portarlo, y solo en este caso estigmatiza a los musulmanes. Pues, lo que hay detrás de este veto no es tanto el hecho de lograr una victoria contra el avance del extremismo, sino otra causa muy distinta: hacer que se desconfíe de la población musulmana. Ese temor ha cobrado una entidad propia en Europa, ya que no es el único lugar en donde se han aprobado leyes contra esta clase de vestimenta. Francia, Holanda, Austria y Bélgica, sin ir más lejos, ya cuentan con regulaciones de esta índole. Pero, frente algunos de estos países, en donde han sufrido el golpe del terrorismo (Francia, especialmente), o cuentan con una mayor población musulmana (no es el caso de Suiza), se ha generado un problema de convivencia donde antes no lo había. De hecho, como curiosidad, ya ha habido dos cantones que impulsaron tales medidas restrictivas. En uno de ellos, en el cantón del Tesino, paradójicamente, las autoridades impusieron más multas a manifestantes o hooligans que por llevar dicha prenda. La ultraderecha ha logrado su gran triunfo, una medida que visibiliza a una población a la que se ha estigmatizado sin venir a cuento, pero sin ofrecer una respuesta real a la cuestión de la integración, ni impulsar políticas que acaben con el sexismo o el machismo realmente, tan solo, resulta humillante para los propios musulmanes.
El modo de erradicar ese tradicionalismo tan arraigado de que la mujer musulmana vaya totalmente cubierta no es una cuestión del Islam, sino de una cultura social arcaica. Pero al identificar el velo con el integrismo se establece una notable confusión que está calando mucho en el pensamiento europeo: la islamofobia. Se cree que con prohibir el velo se cumple una gran misión, que es un coto para impedir que el integrismo arraigue y no es así. La amenaza, si es que existe, no parte de este costumbrismo, por machista que sea, sino de otros elementos que debemos encarar como son impulsar una política que favorezca el diálogo intercultural. La mayor parte de la comunidad musulmana europea no ha venido a colonizar, sino a emprender una vida mejor. El integrismo solo afecta a unos sectores minoritarios, si bien, sus efectos desgarradores (tras los atentados) han hecho un daño más psicológico que físico en nuestras conciencias, a tenor de que su violencia ha provocado mucha más devastación y terror en los países musulmanes que en los europeos. No es ningún consuelo, pero sí un elemento a tener en cuenta, porque implica que la mayor parte de los musulmanes practica un Islam moderado. Entender, escuchar y respetar esto debería ser una prioridad, pues no solo se trata de reprimir algunos elementos arcaicos que portan, sino, insisto, integrarlo, porque así jamás será una amenaza contra la misma sociedad de la que forma parte. Además, no todas las comunidades islámicas son iguales, no tienen las mismas raíces.
No hay duda de que la derecha suiza ha obtenido la victoria que esperaba. Ha sembrado la duda y la desconfianza contra los musulmanes del país, pero no ha aportado nada que ayude a exorcizar el fanatismo, al contrario, ha echado más leña al fuego, desvelando que los europeos somos muy propensos a la desconfianza y al prejuicio.