Comenzamos a perder la cuenta de los días que han transcurrido desde el inicio de las hostilidades en Ucrania. El número de víctimas mortales inocentes se acrecienta, la destrucción, el salvajismo; la cantidad de refugiados se cuenta por millones, huyendo del horror y la violencia; los países de medio mundo se rearman ante el temor a que el conflicto pueda extenderse más o simplemente para ayudar a Kiev con el envío de un suministros militares para poder detener la ofensiva rusa; las relaciones internacionales, antes inestables y tensas, ahora, han desvelado su incapacidad por resolver nada de tal envergadura inhumana; y, como no, todo esto trae consigo sus consecuencias inmediatas con la subida de ciertos productos básicos y de las materias primas, provocando unos efectos colaterales también sumamente preocupantes para el conjunto de Europa. Ya se han escrito miles de obras contra la guerra y los conflictos armados; relatos espantosos de vivencias personales o novelas que han reflejado como nadie el espíritu de desolación que acompaña a esta clase de enfrentamientos tan descarnados y deshumanizados. La violencia solo trae espanto, conmoción, traumas y pérdidas.
Todo lo que yo pueda decir sobre eso es nada, no llega a reflejar o recoger, más que pálidamente, el espanto por el que estarán pasando millones de personas enfrentadas a una suerte incierta. Los testimonios se acumulan. Con todo, Ucrania resiste a la presión militar rusa, no piensa rendirse, a pesar de que se está encarando con un enemigo temible. Rusia está poniendo toda la carne en el asador, no solo a lo más granado de sus ejércitos, sino a todos los voluntarios y fuerzas aliadas de las que pueda echar mano, no son tantas como parece, pero son más de las que cuenta Kiev, por el momento. Moscú lo tiene claro, su objetivo en vencer, y empieza a emplear lo mejor de su arsenal moderno (los misiles supersónicos). En esta guerra de desgaste, Rusia cuenta con muchos factores favorables para ganar.
Ucrania se enfrenta sola, y en campo propio, a un país cuyos recursos y población es muchísimo mayor que la suya, la solidaridad no cuenta si no viene acompañada por unas aportaciones de armamento continuas y de entidad. Y Putin lo sabe. El zar ruso está decepcionado, pero feliz. Ha tirado los dados y aunque n o le ha salido bien, por ahora, la jugada, su control de la sociedad rusa es todavía mayor que antes. Se ha empleado a fondo para acabar con los descontentos, para volver a utilizar la bandera del patriotismo como un elemento cohesionador que acalla las voces descontentas con su gobierno.
De hecho, el pasado 18 de marzo, radiante y rodeado de miles de rusos conmemoraba el 8º aniversario de la anexión de Crimea, en el estadio olímpico de Luzhniki, en Moscú. Putin, a todos los efectos, se ha convertido en un pequeño Stalin, dispuesto a pasar por encima de todos, secundado por sus fieles, ignorando a la mayor parte del mundo libre que ve y observa como está destruyendo a todo un país solo para demostrar que Rusia es una gran potencia. En esta ocasión, en su discurso, henchido de orgullo, el nuevo padre de la patria expresaba su satisfacción por comprobar la “unidad” sostenida del pueblo ruso mientras se desarrolla con éxito “la operación militar especial”, liderada por “el heroísmo de los soldados rusos” que han impedido un “genocidio en Ucrania” … En algunas pancartas se podía leer ¡Por un mundo sin nazismo!, quedándose claro que la manipulación ha sido efectiva. Algunos presentadores portaban el lazo de San Jorge, en forma de Z (como la letra que portan las unidades rusas), que se utiliza para conmemorar la victoria en la SGM, el 9 de mayo de cada año. Muy significativo.
El conflicto contra los ucranianos lo han convertido en una guerra de liberación… cuando son ellos los agresores. El férreo control de los medios impide a la mayoría de los rusos escuchar y conocer la verdad de lo que está ocurriendo (tampoco sabemos si eso cambiaría algo las cosas). La propaganda ha sustituido a los hechos reales. Y quien lo intuye sabe que no le queda otra que callar y guardar silencio. La llamada al patriotismo siempre exige lealtad (o unidad), aunque sea una locura la causa que se esgrima, a riesgo de ser excluido socialmente. Mientras tanto, en Estrasburgo, se le ha abierto un expediente a Putin por crímenes de guerra, por ordenar destruir centros y objetivos civiles, que no son objetivos legítimos, provocando innumerables bajas inocentes. Será imposible verlo algún día sentado en el banquillo de los acusados. Por su parte, el presidente ucraniano, Zelenski, se ha lanzado a buscar todos los aliados posibles que presionen a Rusia o le ayuden (la única victoria posible para Ucrania es resistir). Cuenta con la estima de Europa y de EEUU, pero también sabe hasta dónde pueden llegar sus compromisos.
Recientemente, comparecía virtualmente en el Knesset, el parlamento israelí, para despertar la conciencia de los asistentes, comparando la invasión de Ucrania con la Shoah, al ser él mismo judío. Pero no es lo más acertado, queda claro que Zelenski conoce la desesperada situación por la que está atravesando su país, y requiere de Israel que dé un paso al frente (y si es posible, que le ofrezca asistencia militar), pero no así, desvirtuando la Historia. Una vez más, es muy triste observar el uso que se está llevando a cabo de la memoria histórica empañada por ambos bandos. Aunque la mayor ignominia, desde luego, recae sobre Putin porque si el pasado debe servir de algo no es para justificar actos belicistas del presente, sino para evitarlos. El uso y abuso de la Historia de los que advertía Todorov, tan dados en regímenes autocráticos (aunque también en democráticos, pero no de forma tan perversa) solo busca encubrir políticas homicidas que se van desvelando a la luz de los hechos sin miramientos.
Todavía nos esforzamos en entender cómo es posible que la mayor parte de los rusos secunden a Putin con tanto arrobo, pero bien es verdad que engañados o no, la cegadora bandera del patriotismo nos hace olvidar que el fanatismo que lo acompaña solo trae consigo horrores.