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Leía recientemente un crítico artículo de la politóloga francesa, Agathe Cagé (El País, 24-11-2023) advirtiendo que la escuela, hoy por hoy, incluso en los regímenes democráticos europeos, no está reduciendo las diferencias sociales, sino que al contrario, parece que las “perpetúan” y “amplían”. Pone para ellos varios casos como la situación, a grandes rasgos, de la escuela francesa y la alemana. El que más desarrolla, por conocerlo de primera mano, es el galo, del cual señala que sufre una “crisis profunda”. En qué consiste. El ascensor social que debería ser el sistema educativo no funciona, se ha quedado estancado como un bucle (para beneficiar a unos y dejar arrinconados a los demás) u obsoleto, en el mejor de los casos. Antes bastaba con que las partes de la población más desfavorecida aprendieran a leer y escribir, ahora, en cambio, como marco que debería impulsar la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, por favorecer la integración incluso el ascenso social, no cumple esa labor. Señala algunos datos interesantes, como que los alumnos con madres tituladas son tres veces más favorables a obtener el bachillerato sin repetir, frente a los que no. Es más, todavía aún más grave, “el 20% de los niños de 15 años nacidos en situaciones desfavorecidas que logran buenos resultados en las pruebas PISA no plantean hacer estudios superiores”.
Por otra parte, la situación del profesorado galo, un pilar esencial de todo buen sistema educativo que se precie, ha visto como su situación sociolaboral ha ido empeorando paulatinamente. Al retroceso en poder adquisitivo, se le añaden los debates públicos neoconservadores (lo mismo que sucede en España) criticando su ejercicio, dando lugar a su “desvalorización social”. En un cómputo global, únicamente uno de cada cinco docentes de toda la Unión Europea considera que su profesión es valorada de forma justa… en Francia es a un menos todavía 7 de cada 100. Es, con todo, un desengaño que se retroalimenta, porque si la escuela no fomenta la igualdad de oportunidades y no hay ilusión por la profesión docente y la misma sociedad deja de creer ampliamente en la labor educativa, eso se traduce en un empeoramiento de la formación de los jóvenes. O lo que es lo mismo, la pescadilla que se muerde la cola.
Asimismo, no es una excepción, en Alemania, destaca la misma autora, tampoco es que la situación sea más favorable. También, ahí se ha dado un estancamiento y tan sólo el 25% de los alumnos acaban estudios superiores a los de sus progenitores. Otro extremo, sería el de Corea del Sur, donde la exigencia es tan alta que eso se traduce en una situación de estrés y angustia, dándose casos de buenos estudiantes que han acabado por suicidarse por un exceso de presión.
En España sería, entre tanto, un caso opuesto, a pesar de todos los avances y progresos que se han llevado a cabo en los últimos años. Los índices de fracaso escolar (28%, en 2021) siguen estando por encima de la media europea (dependiendo, eso sí, de las autonomías). Incluso a un mismo nivel de estudios, no existe el mismo acceso al mercado laboral, siendo los chicos y chicas procedentes de los estratos más desfavorecidos los más afectados a este respecto. El sistema público compite en desigualdad con el concertado (que segrega más a sus alumnos, lo que le permite no tener que enfrentarse a tanta diversidad), provocando un desnivel social que no se puede recuperar más tarde.
De ahí que Cagé advierte y alerte que “la igualdad de oportunidades va a menos en el mundo al que nos encaminamos”. Y destaca poco después, “guetos escolares se constituyen por todos lados”… no hay duda de que no pinta un panorama esperanzador. Por lo que concluye acertando a decir: “la gente no tiene un porvenir, sino un destino” [prefijado]. Salvo las excepciones de turno, por supuesto, pero eso no sirve para alterar este fresco general. Y por eso la politóloga reclama más educación y que ésta vuelva a ser una palanca para la igualdad. Todo ello me hace recordar dos películas fantásticas del cine español que nos deberían hacer repensar los objetivos que se plantean en todas las sociedades qué es y para qué sirve el sistema escolar tanto para políticos como para docentes, como son La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999) y El maestro que prometió el mar (Patricia Font, 2023). En ambas queda bien reflejado que la educación debería servir para formar y estimular, para hacer soñar y expresar, para impulsar la creatividad y al mismo tiempo comprender y reflexionar… no hay que inventar nada nuevo, sino valorar lo que tenemos, las experiencias y, sobre todo, los ideales que se plantearon desde la Institución Libre de Enseñanza (ILE), señalando exclusivamente al alumno como el centro de la educación, algo que parece se ha perdido de vista, y el mundo como su escenario de aprendizaje y juego.
Las distintas reformas educativas que se han producido a lo largo de los últimos años en España, con sus virtudes y defectos, se han visto sometidas a una fuerte polarización ideológica. La escuela neutra, tan defendida por la ILE, no existe, es en lo único que no estaría de acuerdo con su filosofía, pero tampoco podemos sólo plantear unos objetivos utilitarios obviando que la enseñanza es el motor de la conciencia y de la libertad, no sólo un instrumento para medir el desarrollo del país en los dichosos informes PISA.
La obsesión por quedar en los indicadores más altos nos hace olvidar que lo esencial es saber de dónde partimos y si a los niños y niñas de cualquier país y lugar, cuando acaban la secundaria obligatoria, les gusta leer y tienen interés en saber y conocer más del entorno en el que viven. Un maestro tiene el deber de enseñar a que sepan mirar y observar sus pupilos, a estimular sus inteligencias desde todos los ángulos posibles. Hoy, en cambio, la enseñanza está compartimentada. Se ve al docente como un operario que debe engrasar las piezas de una máquina. Nada más, y educar es otra cosa muy diferente, no son únicamente saberes, sino configurar caracteres.