La 38º edición de los premios de la Academia del cine español estuvo teñida de innumerables reivindicaciones: por el cine y sus especialistas, por el cine y sus dobladores, por el cine y la paz (contra el genocidio en Gaza), por el cine y la mujer, contra la esclavitud de la prostitución, contra la violencia y explotación femenina, en defensa de la libertad y la pluralidad de géneros, por la necesidad de contar historias que nos hagan reír, llorar y, cómo no, emocionarnos. Desde luego, habrá sus detractores, quienes consideren que era innecesario, que el cine debe sólo cumplir una misión: entretener y domesticar las conciencias. Pero no es así, ha de activarlas y enfrentarse a innumerables inclemencias, a los poderes e instituciones que pretenden coartarlo, a la indiferencia y a la incomprensión, siendo un instrumento de cambio e influencia social única. Es una fórmula en imágenes que reflejan las inquietudes de una época, pero también una manera de posibilitar que ciertos mensajes alcancen a la sociedad y nos demos cuenta del mundo complejo y vulnerable en el que se vive. Por eso, no sólo ha de limitarse a contar historias bonitas, sino comprometidas, auténticas y dramáticas.
El cine es un arte integrado por un universo de muchas personas que como hormiguitas permiten que todo su difícil engranaje funcione, desde los que aportan las ideas (los guionistas), hasta los que las materializan en sus imágenes logrando que ese gran puzle de piezas sueltas acabe en manos de directores que las integren. El presidente de la Academia, Fernando Méndez-Leite, trasladó en su diestra intervención, casi al final, un mensaje sobre la fortaleza y riqueza del cine que se realiza en España. Pero también lanzó sus advertencias. El cine ha de verse apoyado, respaldado y ayudado por las instituciones frente a la censura o la falta de libertades. Y aludió al caso de Argentina, solidarizándose con los artistas afectados tan negativamente por las nuevas políticas del gobierno populista de Javier Milei. Allí mismo, en la Gala, estuvieron el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, Yolanda Díaz, y otros muchos altos cargos, incluido el nuevo ministro de Cultura, Ernest Urtasun, o el polémico vicepresidente autonómico, Juan García-Gallardo (que no dudó en dejar bien claro previamente cuáles serían sus políticas de subvenciones al cine español… ninguna), al que no creo que le gustase lo que allí se dijo.
Claramente, la gala reivindicó con merecimiento el empoderamiento y los méritos cosechados por las cineastas. Méndez-Leite enumeró los galardones conseguidos en diversos festivales en nombre del cine español por esta nueva hornada de directoras, como Estibaliz Urresola, quien había cosechado numerosos premios por 20.000 especies de abejas (2023), y que recibiría el Goya como mejor directora nobel (además de otros dos, como mejor actriz de reparto, para Ane Gabarain, y mejor guion original), pero tampoco se olvidó de mencionar a los directores Bayona y Berger por estar nominados en los Oscar en distintas categorías. El mismo premio internacional de la academia le fue concedido, en esta ocasión, a la distinguida y veterana actriz norteamericana Sigourney Weaver, leyenda del cine, quien protagonizara filmes como Alíen, el octavo pasajero (1979), convirtiéndose en heroína de acción (gracias a las siguientes entregas de esta saga), Gorilas en la niebla (1988), La muerte y la doncella (1994) y otras muchas, encarnando una feminidad valiente, resiliente e independiente.
Si bien, la gran triunfadora de la gala fue la favorita en las quinielas, La sociedad de la nieve (2023), con 12 premios Goya. Pero más que la película de Bayona, lo fue el impulso por mostrar que el cine español goza de una asombrosa capacidad creativa, que se compromete con la libertad de expresión, algo clave en un mundo en el que ciertos poderes quieren o aspiran a controlar los discursos públicos e imponerlos dirigiéndolos hacia una sola dirección. El cine representa su reverso, un verso suelto y libre que nos permite asomarnos desde un balcón privilegiado a otras realidades que, a veces, nos quedan lejos o provocan un tremendo escalofrío por representar verdades amargas y desnudas de forma tan fiel. El cine pone su foco en la sociedad y capta su espíritu.
La gala estuvo dominada por un discurso progresista, teniendo como maestros de ceremonias a la mítica actriz Ana Belén y a los Javis, en la ciudad de Valladolid que, como se ha señalado, contó con la presencia de representantes de la derecha y la izquierda, en una concordia digna de resaltar (aunque a saber qué pensaría cada uno de lo que allí se mentó). También hubo ocasión para la memoria y se le concedió un Goya de honor a Juan Mariné, director de fotografía que, a sus 103 años, es historia viva del cine español. En 1936, grabó el entierro de Durruti. José Sacristán fue el encargado de hacerle entrega del galardón, se refirió a su labor de forma tan elogiosa con estas palabras, dio “dignidad a rostros, nombres e historias”.
Por descontado, también hubo un homenaje a todos los hombres y mujeres vinculados al mundo del cine o de las artes que fallecieron a lo largo del año pasado, entre ellas figuras señaladas y reconocidas como Carmen Sevilla, María Jiménez, Concha Velasco, Ventura Pons o la directora Patricia Ferreira, así como muchos otros vinculado al magnífico arte cinematográfico.
La gala fue larga, se hizo larga, por el hecho de que acabó a las tantas de la madrugada, pero mereció la pena. No por el reparto en sí de los galardones, que suelen ser tan subjetivos y que, muchas veces, no pueden premiarse ni hacer justicia con los múltiples nominados y sus esfuerzos en el noble arte de contar historias, sino por el claro mensaje que se quiso ofrecer en la misma: igualdad, dignidad y mujer. Y no, como destacarían los cerriles detractores del feminismo, la reivindicación por la igualdad de géneros no es ninguna amenaza para la masculinidad ni para nadie, es equidad, es respeto y, sobre todo, es convivir enriqueciéndonos en nuestra diversidad social y humana.