Hoy por hoy, la situación en el frente ucraniano y lo que está aconteciendo en la Franja de Gaza determinan el mayor foco de atención de Europa y el mundo. Ambos son conflictos desgarradores y brutales que, en su continuidad, no auguran nada bueno. Sin embargo, Europa es bien consciente de que el marco del Sahel se le está escapando de las manos. El fin de la misión EUTM Malí (ya casi testimonial) anunciada para el 18 de mayo (y sin prórroga posible), acompañada por la retirada de la misión de Naciones Unidas en Malí (integrada por 14.000 cascos azules), Minusma, el pasado diciembre, augura un panorama difícil de predecir; en donde además del terrorismo yihadista, se ha constatado una mayor extensión del tráfico de armas, drogas y migrantes, en un territorio con amplios recursos minerales (oro y uranio) en el que tanto Rusia como China han puesto sus ojos.
La deriva hacia el abismo de esta región ha venido certificada por el protagonismo de golpes de estado a lo largo de los últimos años, los más recientes en Malí (mayo de 2021), Burkina Faso (septiembre de 2022) y Níger (julio de 2023), sin que la comunidad internacional haya reaccionado con firmeza. Rusia, en ese aspecto, está aprovechando ese vacío que ha dejado Europa y la ONU para consolidar importantes posiciones con los mercenarios de la Wagner, e incluso, con el envío de fuerzas regulares, a cambio de explotar los recursos en la región. El mismo Putin ha acordado con el actual presidente de Malí, coronel Assimi Goïta, estrechar la cooperación en la lucha antiterrorista (que tan buenos dividendos le están dando en su guerra contra los tuaregs). El general Abdourahamane Tchiani, jefe del Consejo Nacional de Níger también se halla en avanzadas conversaciones con el Kremlin para garantizarse su ayuda. El antiguo G-5, respaldado por la UE para combatir el terrorismo, configurado por, además de los tres países citados (y que se han retirado del mismo), Mauritania y Chad, ha quedado en nada. Los riesgos de verse envueltos en confrontaciones sin salida sólo ha comportado que Europa haya decidido dar un paso atrás, no pudiendo competir con las promesas rusas de acabar con la lacra terrorista con puño de hierro.
De hecho, según el Índice de Terrorismo Global del Instituto de Economía y la paz, 3.128 de los 8.352 muertos por actos terroristas en el mundo, en 2023, se computan en el Sahel, de lo cual se deduce que tampoco la intervención rusa ha sido tan eficiente en su batalla particular contra las franquicias de Al-Qaeda -el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM)-, y los dos grupos vinculados al Estado Islámico. Todas ellas se han convertido en una amenaza regional de primera magnitud que, lejos de haberse logrado controlar, parecen haberse fortalecido. Burkina Faso lidera la negra lista de víctimas mortales provocadas por el terrorismo, con 1.907, seguido de Malí, 753, y Níger, 468. Mientras el Ejército vigila las grandes ciudades, amplias áreas rurales son controladas por los yihadistas; evitan enfrentarse a las fuerzas estatales, pero gestionan parte de los recursos existentes para financiarse.
Factores como la pobreza y el cambio climático, que derivan en una feroz pugna entre la agricultura y el pastoreo, en países cuyos gobiernos apenas atienden las necesidades de las poblaciones más expuestas, favorecen la existencia de tales grupos armados. De tal forma, que su afección ha alcanzado ya puntos tan alejados del centro africano como las costas de Guinea, Togo, Benín y Costa de Marfil.
Así pues, la retirada de las misiones internacionales del Sahel ha permitido una rápida irrupción de Rusia y otros actores con intereses geoestratégicos en la región como Irán, que parece haber firmado un acuerdo con Níger para la adquisición de uranio, lo cual sólo puede provocar máxima inquietud en Israel. A corto plazo, parece que el Kremlin ha logrado un éxito sorprendente en un área donde tenía históricamente pocos lazos. Sin embargo, la falta de escrúpulos a la hora de atender la garantía de los derechos humanos ha sido un favor clave para explicar el cambio de postura de estos países, frente a las misiones de paz internacionales. No reciben reproches ni deben rendir cuentas a nadie. Si bien, una mayor brutalización de la respuesta antiterrorista no significa necesariamente mejorar las tácticas para acabar con el yihadismo (puede ser al revés, un incentivo para su crecimiento a la larga), con ello se ha ganado la simpatía de estos regímenes autocráticos (muchos países africanos, por ejemplo, se abstuvieron en la condena de la ONU a su agresión a Ucrania).
Sin embargo, la entidad de estos gobiernos militares, unipersonales o bien formados por juntas, auguran un devenir nada prometedor, porque suelen acabar pasto del despotismo y la corrupción, lo que deriva en nuevas asonadas y un mayor debilitamiento estatal. Lo que es peor, cuanto más en ebullición se halle la región, menos control tendrán los gobiernos de las poblaciones y la presión migratoria será aún mayor hacia el viejo continente. Y aunque la UE ha firmado importantes acuerdos en estas materias con los países del Magreb para gestionar esta realidad, eso no implica que se pueda detener este flujo de personas que huyen de lugares cada vez más inseguros, y que cuentan con una demografía pujante. Además, esta afluencia de refugiados, desplazados o huidos también expone a tales países, debilita su futura base social. Por todo ello, priorizar el frente ucraniano ante la amenaza rusa, a cambio de no atender lo que está ocurriendo en esta área no es una jugada sensata para la UE. Descuida no únicamente el compromiso que ha adquirido con la defensa y garantía de los derechos humanos, sino que favorece el discurso de una ultraderecha cada vez más dispuesta a cerrar las fronteras exteriores sin medir las consecuencias. Europa no es una islita que pueda vivir a espaldas de la marea; y hemos visto que en este mundo global es crucial la ayuda y la solidaridad, así como la necesidad de combatir juntos la lacra del terrorismo y la miseria.