El 24 de febrero de 2022, Rusia agredía sin justificación alguna a Ucrania, con intenciones de cambiar su gobierno por uno afín a sus intereses. La jugada le salió francamente mal, y desde entonces el número de víctimas se cuenta por la pérdida de miles de vidas. El 19 de septiembre de 2023, Azerbaiyán daba el golpe definitivo y recuperaba el enclave de Nagorno-Karabaj, hubo pocos muertos esta vez, pero miles de desplazados. Aprovechó el desconcierto general de la guerra en Ucrania, para acabar con un conflicto heredado de la extinta URSS, aunque no por la vía diplomática, sino por la fuerza. Y, ahora, se teme que puedan darse otros nuevos enfrentamientos en la región. Para colmo de males, el pasado 7 de octubre, Hamás atacaba por sorpresa a Israel, provocando la mayor matanza de civiles hebreos que se recuerda (cerca de 1.400) y llevándose consigo 200 rehenes. La reacción de Tel Aviv no ha podido ser más fulgurante, cerrando Gaza con puño de hierro y buscando la manera de acabar con Hamás. En total, la cifra de fallecidos es, por el momento, de 5.000 personas y seguirá subiendo.
Los tres focos no parecen directamente relacionados, pero nunca se sabe. Es evidente que la decisión de Bakú de zanjar el asunto del enclave armenio, tras su gran victoria en 2020, ha venido motivado por la incapacidad de Moscú de contar con medios de disuasión para gestionar la crisis. El Kremlin empeñado en ganar la contienda en Ucrania y asegurar los territorios que se ha anexionado ilegalmente, no contaba con medios para intervenir, como sí había hecho en el pasado. Asimismo, el fulgurante e inesperado ataque de Hamás pudo haber sido planeado y ejecutado aprovechándose de esta situación internacional. Si EEUU se ve abocada a ayudar a Israel (pues su relación es muy estrecha), ello debilitaría su compromiso con Kiev. Hamás cuenta con las simpatías de Irán, y Teherán no se lleva nada mal con Rusia, por lo que esta priorización de ayuda a Israel beneficia a Putin. Aunque la teoría puede estar cogida por los pelos, también es cierto que EEUU cuenta con un poderío mayúsculo, capaz de sostener dos frentes al tiempo (es de los pocos países) como demostró durante la SGM.
Ahora bien, otra cuestión es si la Administración Biden puede asistir a ambos aliados y si los republicanos, sumergidos en su batalla contra los demócratas, y con mayoría en el Senado, lo permitirán. Es la diferencia entre un sistema democrático y otro autocrático, uno en el que busca lo mejor para su ciudadano y otro que no. En este sentido, la perspectiva que se nos presenta es poco halagüeña. El fin de la pandemia no se convirtió en una recuperación dulce y suave de nuestras sociedades guiándolas a la normalidad, sino a más turbulencias y anomalías. Esta vez, bajo la faz de algo tan terrible como los conflictos armados (y eso sin mentar a los que se están dando en la zona del Sahel). Aquí es donde un organismo como las Naciones Unidas debería actuar, activar sus mecanismos para frenar tales disparates, pero está fallando estrepitosamente. Su máximo organismo Ejecutivo, el Consejo de Seguridad, cuenta con unas prerrogativas especiales para poder intervenir en tales contenciosos, pero también cuenta con ciertos grilletes: el derecho de veto de varios países clave, entre ellos EEUU y Rusia.
Así que por mucho que se quiera condenar la agresión rusa, el Consejo se ha visto atado de pies y manos porque no puede condenar a Rusia y responder en consecuencia. Del mismo modo, EEUU se ha encargado de impedir que se pudiera aplicar cualquier sanción a Israel por sus políticas abusivas en los territorios palestinos. Una vez, sólo una vez, se permitió condenar (sin mayores repercusiones), al final del mandato de Obama, los asentamientos ilegales en Cisjordania. Desde entonces, ha llovido y sin provocar cambios. Ahora que Hamás se ha convertido en el malo malísimo de la función (y tal vez lo sea), el apoyo de Washington a Israel es absoluto. Y, así, aquellos estados que critican su estrategia de llevar a cabo un castigo colectivo (e inhumano) contra la población civil de Gaza son tildados de antisemitas, obviando que la mayoría de los israelíes son precisamente judíos. ¡Qué mejor argumento!
Pero criticar la política del Ejecutivo hebreo no implica ser antisraelí, ni defender a Hamás o a otros grupos terroristas, sino expresar un convencimiento de que los derechos humanos no pueden ser invalidados. Y el uso de la violencia por parte de un Estado de derecho debe regirse por unas reglas esenciales, de lo contrario, no hay diferencia con los terroristas o los desalmados de turno. Por eso el viejo axioma israelí de responder con la ley del talión es tan equívoca como la premisa de Putin de que Ucrania es parte de Rusia (lo fue en su día, ya no lo es).
El respeto al derecho internacional debería ser incuestionable, ya sea por rusos, azerbaiyanos, palestinos o israelíes, y la ONU debería ser el organismo que impidiera que se pudiera traspasar esa delgada línea. Por desgracia, el poder real de la ONU se halla depositado en el compromiso de los países que la integran. Sin ellos es una cáscara vacía. Las misiones de paz, los acuerdos, las organizaciones que operan en nombre de la ONU en ayuda de los refugiados o impulsar el desarrollo o el valor de los derechos humanos dependen de las aportaciones, compromisos y colaboraciones internacionales. Pero, hoy en día, la situación es tan preocupante que la organización sólo parchea un planeta al que se le ven las costuras. El panorama no puede ser más amargo a este respecto; guerra en Europa, en el Cáucaso, en el Sahel y, por supuesto, en Oriente Medio. Toda una suerte de conflictos que, además de lamentar la ingente cantidad de pérdidas humanas, de dolor y un inmenso sufrimiento, se desconocen las consecuencias a medio y largo plazo que traerán consigo.
En suma, se nos presenta un inquietante futuro, en donde países supuestamente democráticos, como los europeos, EEUU, Rusia o Israel prefieren resolver sus litigios antes por la fuerza que mediante la diplomacia…