Por un lado, quiero creer que los israelíes aspiran a vivir en paz y seguridad, no desean que se repita otro 7 de octubre de 2023; poder acudir a sus trabajos o a sus lugares de ocio sin miedo con normalidad, tener la fehaciente seguridad de que sus hijos e hijas, maridos y esposas volverán para la cena tras cumplir con su servicio militar en la frontera… incluso cruzarse con un palestino (los israelíes les denominan árabes, arrebatándoles una identidad nacional propia) y no sentir la inquietud de tener que preguntarse si será un terrorista. Por otro, no parece que sean conscientes de saber cómo lograr que sea posible esta realidad. Tal vez porque para el conjunto de la sociedad israelí la vida transcurre en una guerra silenciosa y callada (o no tan silenciosa y  callada) durante demasiado tiempo, y se han empeñado en ganarla de la peor manera posible, no buscando fórmulas de entendimiento, diálogo o reconocimiento que se consoliden, sino acabando totalmente con el enemigo.

Década tras década, desde 1948, la incapacidad de aceptar y asumir que los palestinos han de contar con su propio lugar, en ese reducido espacio como es Palestina, ha alimentado los odios de este mutuo rechazo y un enorme cúmulo de resentimientos. Tanto es así que la más reciente y multitudinaria manifestación en favor de la paz (se produjo otra, el pasado noviembre, en la que se congregaron 700 personas), y que recorrió las calles de Tel Aviv, apenas si vino a estar integrada por dos millares de israelíes, muy pocos para alterar los trágicos acontecimientos que se están viviendo en Gaza. De hecho, el primer ministro, Netanyahu, ha advertido reiteradamente que las operaciones durarán todavía varios meses más. Así que no, el futuro de los gazatíes se observa inquietantemente oscuro y tenebroso.

El mismo presidente hebreo, Isaac Herzog, lo ratificaba, en la reunión de Davos (Suiza), “ningún israelí en su sano juicio” puede tomarse en serio ahora un acuerdo de paz con los palestinos. Pero la pregunta es ¿y por qué no? ¿acaso los israelíes se han vuelto locos y ansían la guerra por encima de todo? Porque lo que esta frase indicaba claramente es que la operación de castigo está dirigida no contra Hamás sino, triste y amargamente, contra los palestinos. Es un correctivo, no es autodefensa. No es una actitud que nos sorprenda ya demasiado, pero al verbalizar dicha realidad es más perceptible que lo que pretende Israel no es la paz, sino la destrucción de los territorios palestinos. Porque una vez completada la aniquilación de Hamás ¿cómo impedir que otro grupo similar surja de esas cenizas? ¿acaso creen que tras tales espantos los palestinos quedarán domesticados de manera definitiva? ¿qué será de ellos? ¿ayudará Israel a garantizar su reconstrucción como sociedad? ¿O buscará seguir manteniéndolos en esos umbrales mínimos de vida y supervivencia, mediante la humillación y la celosa vigilancia, preparando el terreno para nuevas Intifadas y nuevos ataques terroristas?

Los propios sionistas parecen ignorar su admirable y trágica historia, su resiliencia a la hora de enfrentarse a las más temibles adversidades hasta lograr constituir su sueño como pueblo: Israel. Pues bien, los palestinos aspiran a algo parecido y no desistirán. Bajo el lema Solo la paz trae seguridad, algo razonable, la manifestación antes aludida a punto estuvo de ser prohibida. El Tribunal Supremo hebreo la permitió, anulando así el veto policial. Pues hasta la fecha, en  Israel, bajo la excusa de evitar tensiones internas se han negado casi todos los permisos para manifestarse, sobre todo en la zonas de mayoría palestina como Um el Fahem, Sajnín y Haifa. Sin embargo, es llamativo que se vea tan peligroso que prenda la llama del entendimiento, está claro que se confunde la seguridad con la subyugación.

Cierto es que la mayor parte de la sociedad israelí, cerca del 90%, está dando su apoyo al Ejecutivo, a pesar de que haya muchos detractores de Netanyahu, pero creen que ésta es la única fórmula para acabar con la amenaza árabe. No parece que sean conscientes del espanto desatado. Si vieran las imágenes de los informativos internacionales, igual se darían cuenta de los horrores por los que están travesando los gazatíes. Pero, por el momento, creen que la misión de destruir a Hamás es la correcta. ¿Lo es? No. La única salida para poner fin a la violencia de aquí a un futuro es la constitución de un Estado palestino y, aun así, no sería una solución inmediata, entrañaría dificultades, eso es innegable, y un largo proceso hasta consolidarlo. Para los halcones del Likud es inadmisible. Los palestinos no existen, son unas gentes extrañas que ocupan su tierra prometida. Por eso, me preocupa que, en este contexto, una parte de la comunidad internacional abogue por el plan de los dos Estados. No sólo es impracticable ahora mismo, tampoco existe un proyecto perfilado, sino que se puede desvirtuar vistos los hechos. Y de poder ponerse en marcha esta iniciativa, no van a servir los buenos propósitos sino la intervención de la ONU.

Cuando en 2012 se aceptó a Palestina como Estado observador en la Asamblea General de Naciones Unidas pareció haberse dado un gran paso para encauzar el conflicto, pero quedó en nada porque no se avanzó en su independencia. En realidad, los territorios palestinos dependen de Israel y mientras la activa violencia de Hamás o la Yihad Islámica les sea beneficiosa, el Likud proseguirá con sus políticas de expulsiones y castigos. Hoy por hoy, no sólo busca además aniquilar a su más temible adversario, Hamás, sino que, como se les ha escuchado a ciertos líderes ultraderechistas, se plantea el hacer de Gaza otro territorio israelí. La vía belicista y colonizadora es para Israel la única solución válida.

No parece que la sociedad israelí, en su conjunto, sea consciente de lo que está trayendo consigo: más años de conflictividad, violencia, víctimas, dolor y el estigma de convertirse en participantes de una limpieza étnica. Los hebreos deberían ser los primeros en entender lo que eso significa e impedir que ello tenga lugar.