Llama la atención que al igual que en España, también en Argentina, por diferentes razones, la memoria de la represión militar que amparó y justifica la derecha se pone en duda, cada cierto tiempo, gracias a una nebulosa de falsedades y medias verdades. Para la Guerra Civil, aún hoy, persiste el mito de que la sublevación fue una reacción para salvar España de algo peor (la barbarie comunista), dedicándose ellos mismos a matar sin piedad; luego añadieron que los rojos habían matado más (aunque no fuera así) y, finalmente, se quiso esconder el asunto bajo la alfombra del olvido de los miles desaparecidos. Ante la imposibilidad, se han buscado nuevas fórmula como, recientemente, en Castilla y León y en Valencia. El PP y Vox han derogado los decretos de memoria democrática y aprobado su propia ley de concordia que ha sido diseñada para emborronar los consensos historiográficos establecidos e impedir que se desvelan, en su profundidad exacta, los horrores de los que algunos historiadores han calificado de genocidio español.

Bueno, pues en Argentina, el nuevo presidente, Javier Milei, ha decidido emponzoñar la dolorosa memoria del país negando la mayor. Los militares argentinos no fueron tan malos. Por supuesto, aún podían haber actuado de forma más pérfida, criminal y cobarde contra sus propios compatriotas matando más, pero lo que hicieron tampoco tiene perdón de dios, como suele decirse. Entre 1976 y 1983, los militares argentinos gobernaron con puño de hierro el país. El balance final de la represión que les acompañó fue escalofriante. La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, creada en 1984, recogió la denuncia de 8.961 desaparecidos, pero otros miles de argentinos también fueron perseguidos, internados o torturados. Se hizo una estimación total de 30.000 asesinados, nunca confirmada del todo. Para los sectores afines a los militares, los casi nueve mil desaparecidos (es la única cifra oficial que se tiene) confirma que la dictadura no fuera tan terrible.

Por eso, al nuevo presidente, Milei, al que le persigue la polémica, sólo se le ha ocurrido, el pasado 24 de marzo, día en el que se conmemora a las víctimas de la dictadura, difundir un vídeo donde se descalifica la cifra de 30.000 muertos. De hecho, a pesar de las reclamaciones de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, todavía ningún gobierno se ha puesto a elaborar una lista definitiva. En 1985, cuando se juzgó y condenó a los militares responsables, proceso que se recoge en la excelente película Argentina 1985 (Santiago Mitre, 2022), tampoco se abordó. Nadie sabe con exactitud si fueron 9.000, 30.000 o 50.000, aunque lo mismo da, el carácter de la violencia desatada por los militares argentinos contra la sociedad civil, denominado terrorismo de Estado, fue inadmisible.

El problema, además de esta clase de violencia es que fue paralegal y clandestina, se quiso borrar todo rastro de los asesinados, como si les diese vergüenza su propia furia asesina. Muchos de los cuerpos jamás fueron ni podrán ser recuperados, al haber sido lanzados al mar desde el aire (operación Cóndor), a diferencia de las fosas del franquismo (aunque aquí el gran enemigo es el tiempo). Por lo tanto, elaborar una lista definitiva con el total de afectados es una tarea muy difícil. El número de denuncias que recogió la Comisión Nacional nada más acabar la dictadura fue, sin duda, la punta del iceberg. Muchas familias callaron por miedo a verse señalados o ante la mera posibilidad del regreso de los monstruos reclamando una nueva cuota de venganza y sangre. Y aunque las heridas de la dictadura pretendieron curarse bien pronto, al poco de acabar la última junta, con el proceso a los militares, fue a nivel jerárquico, en las más altas instancias, como ocurrió en Nuremberg en 1946 contra la cúpula nazi. Y, sin embargo, ahí no acabó.

Décadas más tarde, en los años 60, se abrirían otros juicios a criminales menores, los artífices de que la Shoah fuera posible. En Argentina, queda pendiente saber el grado de colaboración y compromiso con la represión militar de otros sectores de la sociedad, ¿qué fue de aquellos subalternos encargados de hacer desaparecer a los presuntos enemigos del Estado, de torturarlos directamente, humillarlos y asesinarlos? El jurista Luis Moreno Ocampo, y exprimer fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, señalaba respecto a la polémica que el número de asesinados “no cambia los crímenes y no cambia los responsables”. De hecho, el mismo fiscal Julio César Strassera, quien protagonizó el juicio principal, se apoyó únicamente en 709 casos para demostrar el perverso plan de exterminio. Las cifras completas en procesos de esta bastedad criminal nunca se conocerán del todo. El mismo Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado señalaba que el número recogido en su informe no era “la totalidad de las víctimas”.

Por lo tanto, las treinta mil son una referencia. De impulsarse una investigación general, incluso, podría quedarse corta. Tristemente, Milei ha decidido tocar la fibra sensible de la sociedad argentina de la peor manera posible. No apelando a la reparación y a la justicia, al nunca más, sino dudando frívolamente del número de víctimas como si de ello se pudiera deducir que las juntas no tuvieron una actuación tan execrable. Por desgracia, diga lo que diga Milei, Argentina vivió años de pesadilla, afectando duramente a amplios sectores de la población que no comulgaron con el ideario ultraconservador de las juntas o criticaron su manera de proceder, como tan bien quedó radiografiado en otro magnífico film argentino, Kamchatka (Marcelo Pyñeiro, 2002). Unos desaparecieron por levantar la voz, otros por mera sospecha…

Es evidente que el número de víctimas y afectados importa en episodios de esta índole y mucho (como en la Shoah o la represión franquista) porque desvelan la entidad y naturaleza exacta de los hechos ocurridos. Si bien lo fundamental es su significado, jamás permitir que nada así pueda repetirse y, desde luego, nunca amparar regímenes de entidad criminal.